Al levantarnos esta mañana estaba lloviznando y la niebla no dejaba ver la Peña. Es el comienzo real del otoño, con su magia y frescura que me llevan a escribir este apunte con un optimismo casi olvidado, mientras contemplo el jazmín y las bignonias florecidas. Arriba, en la montaña, el campanario comienza a emerger entre jirones de algodón. Para mí el milagro de la vida aparece con mucha más fuerza en este otoño nuevo que en aquella primavera tan lejana.
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Suenan las campanas de la Peña justo ahora, alegres, mucho más ágiles que las solemnes campanas del pueblo. Es la alegría y deinhibición del campo, que otea descarado el blanco caserío.
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Lo malo de los cuadernos de campo es lo incómodo que resulta escribir al aire libre, y al llegar al refugio ya hemos olvidado las mejores sensaciones.
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El pesimismo es una impostura.
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Prefiro rosas, meu amor... ¿Y quién no las prefiere, con sus espinas y todo? Un lecho de rosas es lo más parecido a este valle que es no de lágrimas, sino de perfumes embriagadores y peligros acechantes.
Monsieur RIDAO:
ResponderEliminarMe alegra que no esté usted nunca pesimista.
Salu2.
Qué bonito el segundo apunte... y es que el campo es así.
ResponderEliminarUn abrazo.
Es verdad, Dyhego. Nunca.
ResponderEliminarMismamente, Fernando. Campestre y cantarín.
Abrazos pastorales.
No puedo imaginarme un mundo donde desaparecieran las campanas.
ResponderEliminarNormalmente las acompañan el vuelo sorprendido y alegre de las palomas y demás criaturas aladas (que no me voy a poner a enumerarlas ahora, digo yo).
Un beso, cuánto me refrescan estas entradas tuyas.
Muchas gracias, Mery. Y a mí me refrescan tus visitas.
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