Hoy, día del libro, he seleccionado para mis sufridos alumnos de bachillerato unas lecturas de nuestro autor más universal, Miguel de Cervantes (el pobre anda últimamente removiéndose literalmente en su tumba), y probablemente la obra cumbre de la literaura universal, ésa en que un hidalgo cuerdo que vivió en un mundo de locos nos da unas sublimes lecciones de humanidad a cuatro siglos de distancia. Como no podía ser menos, Cervantes pone en boca de don Alonso Quijano varias jugosas manifestaciones relacionadas con la Economía, lo que tiene un indudable mérito si consideramos que lo que hoy se estudia en universidades de todo el mundo no adquirió rango de ciencia hasta dos siglos después de la publicación de las andanzas del famoso hidalgo y su escudero. Como botón de muestra, este pasaje de la primera parte, en el capítulo segundo:
Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia; aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían […]Hermosa e inocente utopía, que por desgracia evolucionó a distopías suscritas por Marx y sus hijos políticos, desde Lenin hasta Sánchez Gordillo pasando por Fidel Castro.
Y qué decir de las continuas referencias a la asombrosa variedad de monedas que circulaban por nuestro Siglo de Oro, y que tenían valor intrínseco, no como los papelajos que emite el señor Draghi en el siglo XXI. Así, en la segunda parte, capítulo veintiocho, habla Sancho:
Cuando yo servía a Tomé Carrasco, el padre del bachiller Sansón Carrasco, que vuesa merced bien conoce, dos ducados ganaba cada mes, amén de la comida; con vuesa merced no sé lo que puedo ganar, puesto que sé que tiene más trabajo el escudero del caballero andante que el que sirve a un labrador.O en el episodio del relato del cautivo (Parte I, Cap. 34):
Así como acabamos de concordarnos y escoger nuestros ejercicios, mi padre nos abrazó a todos, y con la brevedad que dijo, puso por obra cuanto nos había prometido; y dando a cada uno su parte, que, a lo que se me acuerda, fueron cada uno tres mil ducados, en dineros, porque nuestro tío compró toda la hacienda, y la pagó de contado, porque no saliese del tronco de la casa, en un mismo día nos despedimos todos tres de nuestro buen padre.Para terminar con las referencias a los ducados, principal moneda de la época, tomemos el pasaje en que Don Quijote libera a los presos condenados a galeras (Parte I, Cap. 22), donde surge esta conversación:
— Yo voy por cinco años a las señoras gurapas, por faltarme diez — Yo daré veinte de muy buena gana dijo Don Quijote, por libraros desa — Eso me parece, respondió el galeote, como quien tiene dineros en mitad del golfo, y se está muriendo de hambre, sin tener adonde comprar lo que ha menester: dígolo, porque si a su tiempo tuviera yo esos veinte ducados que vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado con ellos la péndola del escribano, y avivado el ingenio del procurador, de manera que hoy me viera en mitad de la plaza de Zocodover de Toledo, y no en este camino atraillado como galgo; pero Dios es grande: paciencia y basta.También hay en la obra numerosas referencias a los escudos, como en el episodio de Sierra Morena (I, 23):
En esto alzó los ojos, y vio que su amo estaba parado, procurando con la punta del lanzón alzar no sé qué bulto que estaba caído en el suelo, por lo cual se dio priesa a llegar a ayudarle si fuera menester; y cuando llegó fue a tiempo que alzaba con la punta del lanzón un cojín y una maleta asida a él, medio podridos, o podridos del todo y deshechos; mas pesaban tanto que fue necesario que Sancho se apease a tomarlos; y mandóle su amo que viese lo que en la maleta venía. Hízolo con mucha presteza Sancho; y aunque la maleta venía cerrada con una cadena y su candado, por lo roto y podrido della vio lo que en ella había, que eran cuatro camisas de delgada holanda, y otras cosas de lienzo, no menos curiosas que limpias, y en un pañizuelo halló un buen montoncillo de escudos de oro, y así como los vio dijo: — ¡Bendito sea todo el cielo, que nos ha deparado una aventura que sea de provecho!O a los reales, sin ir más lejos cuando Don Quijote es armado caballero (I, 4):
El labrador bajó la cabeza y, sin responder palabra, desató a su criado, al cual preguntó Don Quijote que cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta Don Quijote y halló que montaban setenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los desembolsase si no quería morir por ello. Respondió el medroso villano que para el paso en que estaba y juramento que había hecho (y aún no había jurado nada) que no eran tantos; porque se le habían de descontar y recibir en cuenta tres pares de zapatos que le había dado y un real de dos sangrías que le habían hecho estando enfermo.En cuanto a las llamadas monedas de vellón, se puede decir que eran la calderilla de hoy en día: maravedíes (palabra bella donde las haya, de clara etimología almorávide), blancas, cornados, cuatrines y ardites. Algunas de ellas, como la blanca y el ardite, se invocan hoy para expresar algo sin importancia). En II, 67 Don Quijote nos habla del origen del maravedí:
(…) y este nombre albogues es morisco, como lo son todos aquellos que en nuestra lengua castellana comienzan en al, conviene a saber: almohaza, almorzar, alfombra, alguacil, alhucema, almacén, alcancía y otros semejantes, que deben ser poco más; y sólo tres tiene nuestra lengua que son moriscos y acaban en i, y son: borceguí, zaquizamí y maravedí; alhelí y alfaquí, tanto por el al primero como el i en que acaban son conocidos por arábigos.Incluso conocemos el precio de venta de la primera parte del Quijote gracias al escribano que incluyó de su puño y letra la preceptiva tasa:
(…) tasaron cada pliego del dicho libro a tres maravedís y medio, el cual tiene ochenta y tres pliegos, que al dicho precio, monta el dicho libro doscientos y noventa maravedís y medio, en que se ha de vender en papel.La misma Teresa Panza, esposa de Sancho, en su carta a la duquesa (II, 52), nos orienta sobre el valor adquisitivo de la época:
— Yo, señora de mi alma, estoy determinada, con licencia de vuesa merced, de meter este buen día en mi casa, yéndome a la corte a tenderme en un coche, para quebrar los ojos a mil envidiosos que ya tengo; y así, suplico a vuesa excelencia mande a mi marido me envíe algún dinerillo, porque en la corte son los gastos grandes: que el pan vale a real, y la carne, la libra, a treinta maravedís, que es un juicio.Para finalizar este pequeño recorrido por las monedas del Siglo de Oro y su ilustración en el Quijote, La blanca fue la moneda de menor valor acuñada por los Reyes Católicos en 1497. Sólo equivalía a medio maravedí, por lo que se empezó a usar la expresión popular "estar sin blanca", que ha llegado hasta nuestros días con el sentido de quedarse sin dinero. En el capítulo donde se cuenta la graciosa manera que tuvo Don Quijote en armarse caballero (I, 3), el ventero le interpela:
Preguntóle si traía dineros; respondió Don Quijote que no traía blanca, porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído.Y en fin, tras este recorrido un tanto largo por la Economía y las monedas de aquella época no sé si gloriosa, pero ciertamente apasionante, me conformo con haber despertado el gusanillo aunque sea en un solo alumno para que deje el móvil y la play aparcados por un tiempo, coja un buen tomo o una de esas maravillosas ediciones gratuitas en formato electrónico, y se disponga a leer con tranquilidad una obra por la que quedará agradecido toda su vida, y a la que seguro volverá en el futuro.