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lunes, 19 de agosto de 2013

Todas las noches


Todas las noches llaman a mi puerta, pero yo ya no quiero verlos. Me amparo en el silencio, y lo que un día fueron risas resuenan como aullidos en el cráneo de los amantes muertos. Entonces aprieto los labios, y cierro fuerte los párpados hasta que el gris se vuelve tiniebla, y mis dedos empujan por dentro los oídos, pero todo es vano: un resplandor de muerte penetra poco a poco en todo mi ser, y ya no me abandona hasta el amanecer. El día es un pánico creciente a la visita ineludible, y ya no sé cuándo han llegado y cuándo temo que ya están aquí; el sufrimiento es el mismo. Tendré que dejarles entrar, quizás mañana, no puedo resistir muchas más noches. Y sé que entonces habrá llegado el fin, la voz de los amigos del pasado recorrerá mi estancia; todos los himnos, todos los libros, las horas vomitadas de la juventud. Seré arrastrado por la inmundicia acumulada hacia un destino incierto, negro y pavoroso.

martes, 15 de enero de 2013

Trogloditas (2)



Fuimos atacados por los garamantes a la caída del sol. Llegaron en sus cuadrigas resplandecientes, entre nubes de polvo dorado, y comenzó la caza. De nada nos sirvió escondernos en las cuevas, porque azuzaban grandes perros que llevaban consigo y nos sacaban a dentelladas. Sentí cómo despedazaban a mi mujer, a mis hijos, a mi pueblo entero, y cortaban su carne en grandes trozos y la cargaban en los carros. Las lanzas y los cuchillos me asediaban, y se clavaban en mi carne, pero yo seguía vivo y podía sentir todo el horror de mi sangre caliente mezclada con la de las otras víctimas, y no sentía dolor, y mi grito se alzaba por encima del estruendo, y mi boca sabía a tierra negra, y no era aire lo que llegaba a mis pulmones, sino fuego, ira y un lamento profundo. Después cesaron poco a poco los sonidos, y abrí los ojos y no vi nada, y me busqué el rostro y no tenía ojos, ni cuencas, ni cara que buscarme. Tampoco tenía manos para tocar mi cuerpo inexistente, pero sigo existiendo en este relato que da noticia de mi raza extinguida, orgullosa y noble, la más sabia que ha poblado la tierra.

miércoles, 24 de octubre de 2012

¡Con la que estaba cayendo!


Il pleut sur la ville... y mi corazón está sequito, de momento, no como el del poeta. Ha llovido a rabiar esta mañana, habría dado gusto oír caer el agua si mis obligaciones laborales y domésticas me hubieran permitido pararme a escuchar, pero ya se sabe que en la ciudad uno se pierde hasta los olores milagrosos que nos trae la lluvia, o se mezclan con el humo y el polvo, lo cuál es peor. Llovía, sin embargo, y mucho, como podía ver a través de los cristales, y sobre todo al salir del trabajo y coger el coche en dirección -Che orrore!- a un centro comercial donde el día anterior habíamos comprado -¡Qué ruina!- cienes y cienes de prendas para toda la familia en una conocida cadena de establecimientos de ropa supuestamente a buen precio, de una calidad supuestamente aceptable, cuyo dueño es ciertamente rico, no hace falta suponerlo, y que a mí, que soy un poco picajoso, no termina de parecerme bien, lo mismo que no me parece bien Apple, será que tengo envidia de las multinacionales de éxito. El caso es que iba allí a eso que llaman "hacer una devolución", por lo que no estaba del todo descontento; si acaso con la escopeta cargada por si me ponían la más mínima pega, que les iba a poner una hoja de reclamaciones que se iban a cagar. Llegaba cargado de bolsas y agarrando como podía el paraguas, que me había sido indispensable para hacer el trayecto desde el aparcamiento hasta la tienda a pie, y no a nado. Llego al mostrador de madera, y había la consabida cola, por algo hacen tanta caja. Pongo como puedo las bolsas en el suelo, el paraguas colgado del extremo del mostrador, uno de esos paraguas negros, grandes, como de dos metros de diámetro, para que no me mojara yo ni mis circunstancias, capaz de anular el efecto de una nube al completo, llega mi turno, —Buenos días, —Buenos días, vengo a devolver estas prendas, las saco, tracatrán, desparramadas en lo alto del mostrador, lo menos siete u ocho pantalones y camisas, me mira con mala cara, las examina, coge el micrófono: —Fulanito de tal, pase por caja, una devolución, viene un nota joven, con tupé, pinta de mariquita, no sé si viene al caso pero nos pone más en situación, mira la ropa, y dice sin dignarse a mirarme: —Házsela. Entiendo que se refiere a la devolución. Me mira otra vez la chica, muy mona ella, vestida de negro, si se hubiera cambiado por la compañera mientras yo no miraba no me habría dado cuenta, son todas iguales, como los chinos -por cierto, no sé qué coño hace el chino ese mafioso que han cogido, Gao Pin, tapándose la cara en las fotos con la policía, si no hay cojones de distinguirlos-. Me dice la chica: —Necesito la tarjeta con la que hizo la compra. Ahí la estaba esperando: antes de terminar tenía frente a sus ojos la tarjeta y el DNI. Se resigna: no le queda más remedio, me hace un abono, una pasta, no pienso sustituir las prendas descambiadas por las de su talla, ahora que no me oyen. Me despido: —Adiós, buenas tardes. —Buenas tardes. Al coche otra vez, lluvia que te cagas, voy a abrir el... ¡¡Mi paraguas!! Vuelvo a la tienda, miro en el mostrador y no está, nadie lo ha visto.

Estoy convencido de que me lo han mangado no por la crisis, sino simplemente porque estaba lloviendo, un tío como vosotros y yo, solo que muy, muy cabrón.

jueves, 14 de junio de 2012

Trogloditas

Comen los trogloditas serpientes, lagartos y otros reptiles semejantes: tienen un idioma a ningún otro parecido, aunque puede decirse que en vez de hablar chillan a manera de murciélagos.
Herodoto: Los nueve libros de la historia, tomo 4.

La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo.
J.L. Borges: El inmortal.
Cuando era joven visité el pueblo legendario de los trogloditas. Para llegar a ellos recorrí tres veces la distancia entre la playa y el otro lado del océano; después crucé un desierto y al final, en unas rocas lejanas, divisé unos huecos excavados en la pared de la montaña. Como era de día no había nadie en las bocas de las cuevas, pero yo sabía que estaban dentro, porque oía un murmullo de dientes y gruñidos. Me senté al pie de un tronco muerto y esperé que oscureciera. Antes de la puesta de sol empezaron a salir de sus agujeros. Iban todos desnudos, con el pelo largo, enmarañado, el cuerpo lleno de tierra amarilla, curtido por el sol. No había mujeres ni niños entre ellos, y parecieron no darse cuenta de mi presencia. Me fijé mejor y vi que estaban ciegos: sus ojos eran blancos, y giraban en sus órbitas como si pudieran sentir el viento y el calor que subía de la tierra. Yo me acerqué. Tenía miedo, pero podía más la atracción del secreto primitivo. Al avanzar hacia ellos me abrieron paso con indiferencia. Miraban hacia delante, y permanecían mudos. Algunos se sentaron, y otros comenzaron a moverse en círculo. Les hablé, pero no parecieron oírme. Yo estaba abrumado por tanto silencio, y me sentía como si el Creador acabara de pasar por allí. Entré en sus moradas, y a través de la penumbra pude ver montañas de huesos apilados. Habían conservado la huella de todas las generaciones que les habían precedido. Muchos trogloditas eran comidos por los Garamantes, pero ellos se apareaban con las mujeres Atlantes y después robaban sus hijos. Todo esto lo supe al cabo de los años, porque entonces no entendía su lenguaje. El tiempo que pasé allí me alimenté de lagartos, como ellos, y hube de comerlos crudos, pues nunca vi fuego en sus viviendas. Su dura piel los hacía insensibles al frío de las noches, y el fresco de las cuevas los protegía de los rayos de sol. Yo, sin embargo, padecí de frío y de calor, y como todos los huecos estaban ocupados hube de acomodarme a la entrada de uno de ellos, después de ver que su ocupante me toleraba. Jamás vi un acto de violencia entre los trogloditas; permanecían horas y horas sentados, dentro o fuera de sus cuevas, y a veces emitían unos gritos muy agudos, tanto que apenas podían oírse. Poco a poco me fui acostumbrando a esos sonidos, y al cabo de los meses comencé a comprender su significado. Para entonces yo me había acostumbrado a permanecer también sentado día y noche, y perdí la facultad de dormir. Los trogloditas me contaban por turno la historia de su pueblo, que se perdía en los confines del tiempo. Supe que uno de ellos era su rey, y él podía nombrar a todos sus antecesores, durante horas y horas. Como los huesos no cabían en su cueva habían sido llevados lejos, a una gruta sagrada con una bóveda inmensa. También supe que el pueblo de los trogloditas siempre tiene el mismo número de hombres. Cuando muere uno de ellos roban un niño ya crecido a una mujer atlante, que ha sido previamente fecundada por el muerto. La sangre troglodita es impura, y por eso viven dentro de agujeros y no se dejan ver.

Un día abandoné mi cautiverio voluntario, no sabía cuántos años habían pasado, porque los trogloditas no miden el tiempo. Al cruzarme con el primer viajero huyó despavorido, y así hicieron todos, por lo que aprendí a caminar de noche y ocultarme de día. Poco a poco fui recobrando la noción de mi pasado, y me corté el pelo con una cuchilla oxidada que encontré en el camino. A medida que dejaba el desierto los lagartos comenzaron a escasear, y empecé a comer las hortalizas que encontraba por el campo. Una noche vi una fogata solitaria y su visión me llenó de emoción. Al acercarme vi unos restos de carnero. Los asé y comí como no lo había hecho en muchos años. Crucé tres mares y volví a mi patria una mañana de invierno. La playa estaba solitaria. Yo me tiré al suelo boca abajo y comí la arena mojada, llorando de zozobra. Después caminé a lo largo de la orilla varios meses, y me alejé para siempre del pasado. No volví al país de los trogloditas, pero todas las noches de mi vida he vuelto a pasar frío junto a ellos.

martes, 15 de mayo de 2012

Beatus...


Decidió abarcar el mundo con la vista, y allí donde posaba la mirada tan sólo descubría un gran vacío blanco. Los tiempos remotos, apenas intuidos, de la niñez eran una lámina de agua plateada surcada por un cuerpo inerte tumbado en una balsa. Pasaban los años uno a uno, en hilera, idénticos como cuentas de un rosario transparente. Sintió cómo le atropellaban con unas tablas romas, le subían a bordo para atarle a un mástil, y un niño de ojos pequeños le miraba largas horas sin cerrar los párpados. El tiempo echó a correr de nuevo, y se encontró sentado con la espalda apoyada en el respaldo de una cama. Pensó en dormirse, porque tenía miedo, pero no pudo encontrar un solo sueño que le hiciera olvidar por qué tenía que cerrar los ojos. Volvió a mirar atrás, para aferrarse a algo, y ya no había en el lago ninguna balsa, ni siquiera un cisne al que poder contemplar en su belleza cruel. Abrió más los ojos, vio el futuro, y tampoco allí pudo aferrarse a nada, ni siquiera a un tronco a la deriva.

Aún no ha perdido la esperanza. Todas las noches despierta unos segundos de la inquietud que le aniquila y atisba el temblor de un pétalo de primavera, o levanta la cabeza para sentir cómo bajan lentamente a la tierra las primeras gotas de rocío. Estallará la paz en el reino de los hombres sencillos. Dichosos aquellos que no buscan, porque no tienen nada que encontrar.

viernes, 9 de marzo de 2012

Pesadilla en la ITV (2)


Han pasado ya dos años desde
mi última visita a la ITV, y ayer por la mañana no tuve más remedio que dirigirme de nuevo esa especie de matadero, un lugar de pesadilla donde perdemos la poca autoridad que nos confiere nuestra posición social ante un sujeto siniestro que nos da órdenes absurdas, que recuerda al cabo furriel que humillaba en la mili a los reclutas novatos. En esta ocasión me tocó un verdugo muy educado, de semblante serio pero todo amabilidad y corrección: que si pise el freno hasta el fondo, intermitente izquierdo, derecho, mueva el volante, acelere a fondo, ¡raaaaaaaas! Volví a tener problemas para encontrar la palanca que abre el capó, la de los antinieblas y el agua del limpiaparabrisas, lo normal, vamos. Lo que sí me sorprendió y, por qué no decirlo, angustió, fue el empeño que puso en revisar hasta el último rincón del vehículo: comprobó todos los niveles, abrió y cerró las puertas delanteras y los portones, tiró de los siete cinturones de seguridad (no olvidéis que tengo una fragoneta), el tío se metió en el coche a husmear, miró las luces del techo, abrió el maletero, comprobó hasta la última bombilla... estuvo como diez minutos revolviendo y no encontraba nada, se le veía el cabreo en la cara, hasta que en una de sus inspecciones se le iluminó la mirada, cogió una linterna y se puso a recorrer todas las ventanas buscando algo que debía de ser muy importante. Un rato después, tras escanear la superficie del coche, se dirigió a mí triunfante: ¿Tiene usted los papeles de homologación de las láminas solares? Al principio no sabía a qué se refería, pero pronto comprendí que se trataba de los cristales negros que le puse al coche para que no pudieran ver a mis hijos sacándose los mocos. Yo no tenía ni idea de que eso tenía que estar homologado, así que agarré un manojo de papeles y se lo largué diciendo: Busque ahí, a ver si lo encuentra. Lo encontró bien rápido, se le notaba en la mala cara, pero no se achantó ante esa prueba irrefutable, así que me dijo: Pero además de los papeles debe haber una marca en los cristales de modo que yo pueda contrastar que estos papeles se corresponden con los cristales que usted tiene. Claro, dije yo: Seguramente me he entretenido en romper los cristales originales, que valen un huevo, y de este modo poder engañar a gente tan sagaz como usted. Ésa es la normativa, lo siento: tendrá que pasar usted una segunda inspección. Ya estaba yo bastante mosqueado, así que le dije: Si usted se pone a buscar, seguro que encuentra algo: eso es como la Guardia Civil, que si te quiere multar te multa. Yo me limito a cumplir la normativa, a hacer mi trabajo lo mejor que puedo, entienda que mi profesionalidad está por encima de todo. Entonces yo, que estaba inspirado, le solté: Pues fíjese que yo soy inspector de Hacienda, y si aplicara la ley a rajatabla iba a empapelar a todo Dios, vamos, que se iba a acabar el déficit público a costa de los puros que metería. Él se me quedó mirando un poco desconcertado, y yo seguí con mi ofensiva: ¿Acaso a usted le gustaría toparse con uno de esos inspectores cabrones? Ya me he topado con uno, no se me olvidará. Ahí acabaron todas mis esperanzas. Firmé la inspección, le di las gracias y corrí a poner la dichosa pegatina en los cristales.

sábado, 7 de enero de 2012

Odio


Su mejor amigo le falló. No es que le traicionara, ni que le dejara de apoyar cuando más le necesitaba, ni una de esas cosas que hacen que los amigos se peleen, no; fue algo mucho peor: un distanciamiento progresivo, sutil al principio, casi imperceptible, que se fue agrandando con el paso de los meses hasta hacerse intolerable. Quizá un malentendido, un roce de familias, un desgarro que no parecía gran cosa pero al que nadie aplicó una pequeña sutura que habría evitado lo que vino después. Porque no fue fácil convivir con esa frialdad extraña, con ese saludo cada vez más lejano, unos paseos donde iban faltando las risas. El antiguo silencio cómplice era ahora una barrera de cuchillos en punta. Luchó por cambiar la situación, por volver a los viejos tiempos, pero fue en vano. Una mañana, al cabo de unos años, se despertó con una sensación extraña, un regusto salado en los labios y la certeza de que algo se removía dentro de su estómago. Era el odio, que surgía triunfante. Un odio de la peor clase: el arrojado hacia alguien a quien se ha querido; un odio que tarda en prender, pero cuando lo hace es inextinguible, y sube, sube hasta la misma altura que el cariño del que se alimenta.

Ayer volvió a su casa con la cabeza baja y un surco profundo cruzándole la cara. Había logrado arrancase el demonio de las entrañas, y allí quedó la mitad de su dolor; el resto lo llevó a cuestas hasta el fin de sus días.

jueves, 27 de octubre de 2011

Don Cipote (Capítulo cuarto)


De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió del puticlub

La del alba sería cuando don Cipote salió del castillo tan contento, tan gallardo, tan alborozado, tan corrido, que el gozo se le salía por la pelleja. Así dispuesto, determinó volver a su casa y hacer provisión de la quincallería necesaria a todo buen caballero, así como de un escudero, haciendo cuenta de recebir a un maestro vecino suyo, versado en asuntos de dineros y padre de muchos hijos, y al que hacía muy a propósito para el oficio escuderil. Con este pensamiento guió el motocarro hacia su aldea, el cuál parecía saber de la dicha de su señor, tanto era el donaire y ligereza con que recorría los caminos.
No había andado mucho cuando le pareció que a su diestra mano, de la espesura de un bosque de bananos que allí estaba, salían unas nada delicadas voces, como de persona que se quejaba; y apenas las hubo oído, cuando dijo:
—Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone por delante ocasiones donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi nueva encomienda. Estas voces, sin duda, son de algún menesteroso o menesterosa, o acaso de la Chupetera, que ha seguido mis pasos afligida por mi marcha.
Y, volviéndose, encaminó a Trepidante hacia donde le pareció que las voces salían, y, a pocos pasos, vio un automóvil de color negro brillante con estraños reflejos en torno dél. Opacos eran sus cristales, pero ante lo desmesurado de las voces don Cipote rompiólos con su garrote, y encontró la fuente de tamaños alaridos. En el asiento de atrás yacía una doncella –o la que había sido una doncella-, espatarrada y gozosa, mientras un valeroso doncel se aprestaba a embestirla con el instrumento que da nombre a nuestro caballero.
Viendo don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo:
—Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se puede; desmontad presto, que yo habré de hacerme cargo de vuestro negocio.
El niñato, que otra cosa no era, al ver sobre sí aquella figura llena de armas blandiendo el garrote sobre su rostro, enfundó presto el cipote, y con buenas palabras respondió:
—Señor caballero, esta dama que estoy castigando es una mi criada, que toma harto placer dello, lo cual hacemos una vez por semana, que el resto de los días atiende a otros sus caballeros andantes, que la sirven por detrás y por delante.
—¿«Miente» delante de mí, ruin villano? —dijo don Cipote—. Por el sol que nos alumbra, que estoy por pasaros de parte a parte con esta estaca. Dejadla sin más réplica y huid en vuestro engendro tuneado; si no, por el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en este punto.
El niñato bajó la cabeza y, sin responder palabra, abandonó a la doncella, y, bajo la atenta mirada del caballero, montó de mala gana en su BMW y alejóse del paraje, lo cuál acontecido aprovechó don Cipote para ocupar su lugar y volver a suscitar los dulces lamentos que había dejado de proferir la dama. Una vez fecha la faena a satisfacción de ambas partes, don Cipote volvió a Trepidante alegre como unas castañuelas, y encaminose a su aldea a dar forma a sus propósitos.

sábado, 8 de octubre de 2011

Don Cipote (capítulo tercero)


Donde se cuenta la descojonante manera que tuvo don Cipote en armarse caballero.

Y así, fatigado de este pensamiento y harto saciado su apetito con chochitos, que no con chochetes, don Cipote abrevió su limitada cena, la cual acabada llamó al castellano, y sin percatarse de las miradas burlonas con que le regalaba, se hincó de rodillas ante él, diciéndole:

—No habré de abandonar esta decente morada, valeroso caballero, hasta que la vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano.

Ante tal requerimiento, el castellano vio superados todos sus pesares, tan de su agrado eran las ocurrencias de su insospechado huésped, y le hubo de decir que le otorgaría cuantos dones apeteciese, y que podía escoger la moza que fuera de su gusto, sin importar su grave estado de tiesura, al punto que no pudiera pagar los chochitos, a lo que respondió don Cipote:

—No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío. No me trae aquí la apetencia de chochitos ni de chochetes, sino la grande ansia de ser armado caballero, y esta noche en la capilla de este vuestro castillo velaré las armas; y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder ir por todas las cuatro partes del mundo buscando aventuras y acometiendo hazañas.

El castellano determinó seguirle el humor, mas díjole que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, pero que podía usar la pieza que le apeteciese, donde tendría grata compañía que le hiciera más amena la espera. Todo ello fue muy al gusto de don Cipote, que se aprestó a velar sus armas. Consistían éstas en un garrote de palo de santo, honda de piel de carnero, a semejanza del arma legendaria de los guerreros baleares, y a modo de arma viviente un perrillo con una alzada de dos cuartas, que más temible y mordedor no lo hubiere en todo el reino. Así provisto, encaminóse a la pieza que le pareció más a su gusto y se dispuso a pasar la noche en vela.

Contó el ventero a sus pupilas la locura de su huésped, y encomendó a la más vistosa y descarada dellas acudiese a satisfacer cuantos deseos tuviere el caballero. La moza, a quien conocíase por el sobrenombre de Paca la Chupetera, acudió presta al encargo, y encontróse a don Cipote hincado de rodillas frente a un espejo de marco rosa.

—Buenas noches tenga vuesa merced, señor don Cipote, tráeme aquí el deseo de servir a tan noble caballero en lo que me requiriese.

Grande fue el espanto del caballero al ver perturbada tan importante noche, y volvióse para comprobar do venía tan inoportuno parlamento. Fue volverse y caérsele el garrote al bueno de don Cipote, y al punto levantársele el otro cipote, tan asombrosa era la visión que a sus ojos se ofrecía. Allí estaba la Chupetera, tal como el Altísimo la alumbró a este mundo. Presto recobró el ánimo nuestro señor, si bien el cipote no se le bajaba, y le habló con estas palabras:

—Vade retro, hija de Satanás, que no me has de amargar una empresa tan trascendente.

Rióse a esto la Chupetera y encaminóse a donde estaban don Cipote y su cipote, haciendo honor a su apodo en los minutos posteriores. Salió la moza y don Quijote quedó muy corrido, mas tomó la determinación de que tal incidente no había de turbar la empresa que al castillo le había traído, por lo que pasó la noche sin más incidentes.

Avisado el castellano de los azares de la noche, determinó dar a don Cipote la orden de caballería, y así, se desculpó de la insolencia de la Chupetera. Díjole que todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial de la orden. Todo se lo creyó don Cipote, el castellano trujo luego un libro con estraños grabados de caballeros y damas en las más diversas posturas, se vino adonde don Cipote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y, haciendo como que decía alguna devota oración, alzó la mano y diole sobre el cuello una enorme colleja, y tras él, un tremendo y gentil garrotazo, siempre murmurando entre dientes, como que rezaba. Hecho esto con gran contento de don Cipote, llamó a la Chupetera, que le acomodó el cipote, de nuevo descabalado, y le habló con estas palabras:

—Dios haga a vuesa merced muy venturoso caballero y le dé ventura en todas lides.

Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora don Cipote de verse en su motocarro y salir buscando las aventuras que le hicieren famoso en los venideros siglos.

viernes, 7 de octubre de 2011

Apuntes (132): El Waterloo soñado



Esta mañana tocó compra en er Carrefú. 32º a la sombra en pleno mes de octubre, y, decorando las marquesinas de los aparcamientos, unos abetos de Navidad de brillantes colores, muy apropiados a la estación en que nos encontramos... dentro del híper, con los mismos grados pero bajo cero.

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Stefan Zweig cuenta sus Momentos estelares de la humanidad como si fueran una novela; y una novela es, al fin y al cabo, la vida de cada uno de nosotros, nuestras peripecias, tristezas, alegrías y acciones cotidianas, nada heroicas por cierto. No es descabellado describir la batalla de Waterloo hasta en los más mínimos detalles, como si se hubiera estado allí, codo con codo con Napoleón y Wellington, y asegurar que la derrota francesa se debió a un error puntual del general Grouchy, en uno de esos momentos en que, como dice Zweig, el azar se planta ante nosotros durante un instante supremo, en el que tenemos la oportunidad de atraparlo, pero la mayoría lo deja pasar. Ciertamente no fue así como sucedió, pero lo mismo da, el pasado no va a cambiar, ni la historia. Probablemente Napoleón hubiera sucumbido pronto, aun venciendo en Waterloo, y queda para el escritor el privilegio de reinventar esos momentos y embellecerlos, ante el escándalo de algunos que no ven más allá de lo real.

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Las amistades que se rompen es mejor perderlas del todo, para no tener que recordar lo que han sido.

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No sentía pena de sí mismo, pero todos los días se lamentaba y gritaba con la esperanza de que alguien le oyese, hasta que un día calló, tomó recado de escribir y se sumergió en las letras durante largos días, hasta morir dulcemente con una sonrisa en los labios.

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La codicia ha hecho de una ciencia tan simple como la Economía un amasijo de cifras, gráficas y charlatanes con bonete.

domingo, 2 de octubre de 2011

Don Cipote (capítulo segundo)


Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso don Cipote

En hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efecto su pensamiento, y así, sin dar parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día (que era uno de los calurosos del mes de julio), se subió sobre Trepidante, y por una puerta falsa salió a la calle con grandísimo contento. Mas apenas se vio en la calle, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa: y fue que le vino a la memoria que no tenía una mísera moneda en los pliegues de sus calzas. Esta contrariedad le hizo titubear en su propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso apropiarse de la hacienda del primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en las crónicas de la política. Yendo, pues, circulando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo, y diciendo: “¡Oh princesa Chuminea, señora de este cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Vive Dios que he de acometer ese famoso Potorro, de donde habré de arrancaros pura y limpia, como la nombrada Virgen del lugar".

Casi todo aquel día viajó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quisiera topar con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo. Al anochecer, su motocarro se detuvo, y mirando si descubría alguna mansión o chalet de lujo donde recogerse, y adonde pudiese remediar su mucha necesidad, vio no lejos del camino por donde iba un castillo de gualdas almenas coronado por un gran corazón púrpura, que fue como si viera una estrella. Estaban a la puerta dos mujeres mozas, de estas que llaman del oficio, las cuales iban a Sevilla con unos moteros, y que a él le parecieron dos hermosas doncellas, o dos graciosas damas, que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. Las damas, como vieron venir un hombre de aquellas trazas, llenas de miedo se iban a entrar; pero don Cipote, coligiendo por su huida su miedo, con gentil talante y voz reposada les dijo: “Non fuyan las vuestras mercedes, pues mi corazón está ya ocupado por la simpar Chuminea, y no han de temer desaguisado a tan altas doncellas, como vuestras presencias demuestran”.

Contemplábanle las mozas mientras mascaban goma, y se miraban la una a la otra con gran regocijo; como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera, que don Cipote vino a correrse (con perdón) y a decirles: “Es mucha sandez la risa que de leve causa procede; pero non vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante, que el mío non es de al que de serviros”. El lenguaje no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero, acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy adelante, si a aquel punto no saliera el castellano, que hacía negocio con las mozas, el cual, viendo aquella figura contrahecha, se lanzó al suelo entre grandes gritos de alborozo, que a un punto estuvo de perder los cojones, tales eran las convulsiones que a su cuerpo acontecían.

Volviese don Cipote a las mozas, y les dijo con mucho donaire:

Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido,
como fuera don Cipote
cuando de su aldea vino;
doncellas curaban dél,
princesas de su pepino.

Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa. “Cualquiera yantaría yo”, respondió don Cipote, porque a lo que entiendo me haría mucho al caso. A dicha acertó a ser lunes aquel día, y no había en todo el lugar sino unas raciones de una legumbre llamada altramuz, que en otras partes llamaban chochito. Pusiéronle la mesa a la puerta del castillo por el fresco, y trájole el huésped una escudilla de chochitos, y un pan tan negro y mugriento como sus ropas. Don Cipote estaba a sus anchas, y con esto daba por bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era verse con la faltriquera vacía, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura sin tener bien cubiertos los riñones.

sábado, 1 de octubre de 2011

Don Cipote (capítulo primero)


Que trata de la condición y ejercicio del famoso pirado don Cipote de la España

En un lugar de la España, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un pirado de los de barbas hasta el suelo, mirada ambigua, botellín de Cruzcampo y chucho ladrador. Tenía en su casa una ama que pasaba de los noventa, y una sobrina buenorra y algo descarada, y un mozo chapucero que así cazaba un chochín como palmeaba las posaderas de la sobrina. Es de saber, que este sobredicho pirado, los ratos que estaba ocioso se daba a escuchar las palabras de los políticos, y con éstas y semejantes razones perdía el pobre el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mismo Cánovas, si resucitara para sólo ello.

Tuvo muchas veces competencia con el alcalde de su lugar (que era hombre docto graduado en la escuela del pelotazo), sobre cuál había sido mejor político, Felipín de Sevilla o Aznarín de España; mas maese Francisco, concejal del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero caudillo de las Galicias. En resolución, él se enfrascó tanto en la política, que se le pasaban las noches leyendo peródicos, y así, del poco dormir y del mucho leer, y de entender las felonías cometidas por los servidores públicos, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio, y vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo desfaciendo todo género de agravio provocado por senadores, presidentes, ministros, alcaldes y demás gentes de parecida ralea , y poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.

Y así con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa a poner en efecto lo que deseaba. Fue a ver a su garaje, y allí encontró un motocarro, que aunque tenía más años que su excelencia la duquesa de Alba, y más bollos que el yelmo de don Quijote, le pareció que ni un Ferrari con él se igualaba. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría, y así después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Trepidante. Puesto nombre y tan a su gusto a su montura, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento, duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Cipote. Pero acordándose que el valeroso Aznarín no sólo se había contentado con llamarse Aznarín a secas, sino que añadió el nombre de su reino que creía era de su entera propiedad, así quiso, como buen pirado, añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse don Cipote de la España, con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.

Puesto así su nombre, se dió a entender que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien enamorarse. Fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza de oficio antiguo como el hombre, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende, ella jamás lo supo ni se dio cata de ello, ocupada como estaba en sus menesteres. Llamábase Alfonsa Garbanzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Chuminea del Potorro, porque era natural del Potorro, nombre a su parecer músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.

lunes, 26 de septiembre de 2011

El loco de Alájar


Desde hace años merodea por la parte de Alájar un loco silencioso, inquietante y, cuando uno sigue sus pasos, digno de la mayor lástima. Lo vi por primera vez hace tiempo, en el antiguo camino de herradura que va de la aldea de Los Madroñeros a Linares de la Sierra. Lo divisé de lejos, en dirección a Linares, sucio y desastrado, con unas barbas negras que le llegaban casi hasta las rodillas. Iba yo andando solo, y me dio cierto reparo cruzarme con alguien de esas trazas. Miraba al frente con obstinación. Al pasar a mi lado le saludé, y ni siquiera se inmutó: siguió andando con la mirada fija, como si yo fuera una piedra más en el camino. Algún tiempo después lo volví a ver, esta vez en Los Madroñeros. Había ido yo caminando a esta aldea, deshabitada y perdida entre las sierras, y lo encontré frente al muro de una casa. Era mediodía en el mes de agosto, y el hombre iba vestido con una gruesa pelliza de lana. Tenía los ojos cerrados y se balanceaba rítmicamente hacia delante y hacia atrás. Parecía que llevaba mucho tiempo en ese estado. Pasé junto a él y, como era de esperar, no advirtió mi presencia. Permanecí un buen rato por allí, y cuando marché de vuelta a Alájar lo dejé en el mismo estado en que lo encontré. Preguntando en el pueblo, me contaron que vivía solo en una casa de la aldea, sin hablar con los pocos que por allí se acercaban. El día de la Virgen de la Salud, en que los antiguos habitantes acuden a rezar un rosario a la virgen y a recordar tiempos entrañables, el hombre se asomaba sin dirigirse a nadie, y los niños corrían asustados. Alguien me contó que caminaba todos los días el recorrido entre Los Madroñeros y Linares, entraba en una tienda del pueblo y compraba, no se sabe con qué dinero, yogures, de los que se alimentaba en el camino de vuelta. De hecho, el sendero estaba lleno de envases de yogur esparcidos por todos lados. Me lo volví a encontrar alguna vez de noche en la carretera que va de Linares a Alájar, llevándome un buen susto, pues de repente los faros le iluminaban inmóvil al borde del asfalto, con los ojos cerrados y ese extraño bamboleo. Al pasar de vuelta al cabo de las horas me lo encontraba exactamente en el mismo sitio y en la misma posición. Nadie sabe a ciencia cierta dónde duerme, ni cómo se alimenta, pero lo cierto es que ya sea de día, de noche, con un frío gélido, con el tórrido calor del verano o bajo la intensa lluvia que suele caer por la zona, el hombre aguanta de pie horas y horas, sin inmutarse, como si fuera una bestia pero sin heno que comer.

Este verano ha estado rondando por Alájar. Me dijeron que lo encontraron un amanecer de julio tiritando violentamente en una calle del pueblo, a pesar de ir vestido con su ropa de abrigo habitual. Alguien le dio comida, o más bien la puso a su lado, y le ofrecieron un almacén donde refugiarse y pasar las noches. Este fin de semana lo he vuelto a ver, con las mismas barbas y la misma ropa, parado en la calle en ese trance extraño, recuperando de vez en cuando la consciencia, si es que vale en este caso la expresión, y andando sin rumbo Dios sabe a dónde.

Me asombra profundamente que esta persona haya sido capaz de pasar tantos años sin hablar con nadie, y que no haya enfermado mortalmente viviendo de ese modo a la intemperie, y también me asombra que en los tiempos que corren se permita vagar por los campos a un desgraciado como éste, sin que nadie haga algo por remediar su situación, o al menos ofrecer un diagnóstico, internarlo en un hospital... algo que evite este triste espectáculo, como sacado de historias antiguas de locos de la Edad Media, un espectáculo que en cierto modo es fascinante, por lo que muestra del misterio insondable que aún vive en el alma de los hombres. Sólo en un sitio como Alájar puede aún vivir una persona así sin parecer del todo extraña. Alájar es un pueblo de leyendas, y la que hoy cuento es una más de ellas, impensable en el siglo en que estamos; triste, pero también misteriosa y extrañamente cierta.

viernes, 5 de agosto de 2011

Entropía


Hasta hace dos años lo tenía todo controlado, o al menos me hacía la ilusión de que así era, pero entonces, poco a poco, sin que me diera cuenta al principio, la entropía fue germinando en mi vida, primero con detalles insignificantes, revolviendo todas las mañanas mi mesa de trabajo e impidiéndome ordenarla por mucho empeño que pusiera. Después fue el turno del correo, y se fueron acumulando en mi mesa pilas de cartas sin abrir. El mal llegó a mi ordenador, que me avisaba de cientos de mensajes recibidos, y las carpetas donde tenía todos los documentos perfectamente ordenados se fueron mezclando unas con otras, intercambiando contenidos y abriendo nuevas carpetas vacías que inundaban el escritorio. Perdida la batalla con el orden epistolar e informático, noté cómo el caos se apoderaba de mi persona, y empecé a alimentarme malamente, con restos de comida cogidos de aquí y de allá, sin respetar horarios; tan sólo guiado por el hambre. Comencé a engordar, y dormía siempre a deshoras. Para averiguar si era de día o de noche debía salir a la calle, pues mantenía todas las persianas cerradas. La rutina fue borrada de mi vida, y comprendí lo necesaria que es para la salud. Llegué a echarla de menos, pero me era imposible recuperarla, pues había perdido toda noción de la disciplina, y mis actos eran guiados por la inercia. Llegó un momento en que perdí mi trabajo y mi casa, y me alejé de mi familia para no hacerles daño. Entonces me arrojé al arroyo más negro que pude encontrar. Dejé mi país para vagar por los suburbios más inmundos, comiendo poco o nada, insensible al dolor, al frío y a las burlas de la gente. Un día, ya no tuve fuerzas para extender el brazo , ni ganas de rebuscar en la basura de los contenedores, y entorné los párpados dispuesto a recordar hasta el final lo que había sido.

Justo al cerrar los ojos de mi sueño se abrieron estos otros que me permiten escribir en el cuaderno, y no sé cuáles dicen la verdad: los que cerré o los que tengo ahora abiertos. Acaso ambos, a su manera.

martes, 19 de julio de 2011

Apuntes (118): Poesía desnuda


No cambian las personas: cambia el tiempo que éstas habitan.


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Es precisa la nostalgia para desnudar a la poesía.

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Recuerdo una ocasión en que me sentí abrumado por el ruido de la ciudad, las preocupaciones estériles, la conversación de los necios y la vorágine del tiempo, y entonces cerré los ojos unos minutos, y sentí una paz desconocida. Cuando volví a abrir los ojos, todo lo que antes era horrible se había convertido en poesía, tomé papel y bolígrafo y retraté esos instantes poéticos dentro del fragor cotidiano, para que nunca se me olvidaran, para recordar que la paz y la belleza está dentro de mí, y que ahí fuera sólo hay sentidos, contingecias lejanas que me recuerdan que estoy vivo.

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Al final del largo viaje, y tras pasar penalidades sin cuento, llegó por fin a su hogar, pero no había nadie esperándole. Pensó que había pasado tanto tiempo que ya no se acordarían de él, y todos habían abandonado el hogar, seguros de no volver a verle. Entonces sintió de golpe toda la soledad que guardaba en su ser, y que hasta entonces había permanecido agazapada en su esperanza. Cayó desplomado en el piso, los recuerdos fueron escapando de su cuerpo, y murió vacío de ilusiones.

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Como ya dijo Juan Ramón, la poesía pura debe estar desnuda, despojada de todo lo superfluo, y esto incluye las pequeñas miserias y rencillas en las que muchos de los llamados poetas gastan buena parte de sus fuerzas. En todo caso, no estorba el ser consciente de la propia grandeza, lo cual no es ni mucho menos vanidad, pues el que es grande no necesita que se lo digan. Otra cosa distinta es que el poeta en cuestión sea grande de verdad.

miércoles, 6 de julio de 2011

El secreto del tiempo


No existió; nació; vivió; murió; no existió. Éste es el periplo imposible de Justine Leifert, ciudadana alemana incomprendida e inadvertida por sus contemporáneos, única que en vida fue consciente de la inconsciencia pretrérita y futura, infinitas ambas, pero unidas por un puente sorprendentemente corto y estrecho. Cuando Justine vio la luz en la ciudad de Straubing, en la baja Baviera, corría el año 1868, el mismo en que proféticamente se unieron las líneas férreas americanas del pacífico y el atlántico, en un hito tecnológico sin precedentes. La vida de Justine transcurrió apacible en el mundo rural que la envolvía, y de hecho nada hay de destacable en toda ella que la haga merecedora de atención biográfica. Cierto que fue feliz, pero la felicidad, pese a no ser común, no distingue especialmente a las gentes que la disfrutan, en su mayoría humildes. Lo que en realidad hubo de extraordinario, de inabarcable en la vida de Justine, fue su toma de conciencia de una realidad pretérita y futura, o quizá sería mejor decir de una sorprendente irrealidad. A medida que fue creciendo, la niña fue teniendo "no recuerdos" anteriores a su nacimiento, una conciencia terrible de un vacío en donde ella no estuvo, pero sin el cuál no se podía entender su presencia actual en el mundo. No se trataba de una elucubración derivada del razonamiento, sino de una percepción del mismo calibre que la vista de los prados cercanos a su casa, o que el canto de los pájaros del bosque. Llegó un momento, sin poder precisar cuándo, en que a esta percepción del pasado se sumó una aún más sorprendente del futuro, de los instantes eternos posteriores a su muerte. Era exactamente el mismo vacío que el anterior, sólo que trasladado hacia adelante en el tiempo por el intervalo infinitesimal que abarcaba su vida. Cuando Justine pudo percibir más claramente ambos vacíos, comprobó que en realidad se trataba de la misma materia amorfa que rodeaba con su manto terrible los años felices de su paso por el mundo, y pudo contemplar en su justa dimensión la pequeñez, la absurdidad, la insignificancia de estos años en comparación con la profundidad abisal del no-mundo. Lo que en cualquier alma más cultivada habría causado la angustia existencial más absoluta, fue tomado por Justine como algo natural, tanto como el cielo azul, la puesta del sol o el milagro de la primavera. Al principio hablaba de ello a sus familiares y amigos, pero nadie le comprendía, y como empezaron a mirarle con lástima dejó de hacerlo, y se limitó a contemplar esos vacíos con naturalidad, como algo que no iba con ella pero que estaba ahí, inconmensurable, fuera de su ser, fuera de todos los seres, fuera del espacio y fuera del tiempo.


Justine Leifert murió el 25 de julio de 1943 en Birkenau, con una beatífica sonrisa en la boca. Su vida se apagó dulcemente mientas el gas inundaba todas sus células, consciente de que no existía horror en el mundo comparable al vacío, y con el consuelo de que ese vacío es inhabitable. Fue feliz hasta el último instante de su vida, y se llevó a la tumba el secreto del tiempo.

martes, 7 de junio de 2011

Una cagada de relato


Era un tipo insufrible. Nadie era capaz de aguantar más de unos minutos a su lado, tal era su mala educación y su maledicencia. En lugar de saludar emitía un desagradable gruñido, para a continuación torturar a su interlocutor con espantosos detalles de su vida. Poco le importaba haber dicho lo mismo cientos de veces a otras tantas personas, que él lanzaba impertérrito su letanía miserable, ahondando en los detalles más escabrosos de su vida íntima, siempre acompañada de las desgracias más terribles. Su único interés consistía en abordar su eterna lista de agravios, y gritaba mientras profería sus lamentos, haciendo grandes gestos de aflicción. En el pueblo se hacían apuestas a ver quién le oía por más tiempo, pero poco era el premio para tan grande sacrificio. Por eso, todos se asombraron cuando vieron entrar en el casino a un forastero, al que se acercó como un buitre a la carroña, y comenzó su perorata habitual, acaso redoblada por la novedad del oyente, y éste aguantaba impertérrito, diez minutos, veinte... media hora, una hora, dos... hasta que el campeón de la palabra cayó vencido, y entonces habló el forastero:

- I beg your pardon?

sábado, 4 de junio de 2011

Apuntes (106): O fingidor


Se sentía tan desgraciado que creía ser culpable de lo desgraciado que era.


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A veces, al leer una entrada de un diario, se nota una impostura escandalosa, de la que probablemente ni el propio autor era consciente al escribirla. A mí me ha pasado al releer apuntes antiguos de mi cuaderno. La escritura, si no honesta, ha de ser al menos creíble. No se trata de decir la verdad, sino de escribir con convicción. Y esto mismo se aplica, con mayor fuerza aún, a la poesía.

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Culturalismo: culturismo intelectual.

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Me molesta la exhibición de ideologías que hacen algunos escritores. Aunque a mí me espante la mera mención de esa palabra, todo el mundo es libre de tener las ideologías que considere oportuno, y de airearlas, pero cuando se trata de un escritor, éstas se inmiscuyen inevitablemente en su obra, y la contaminan, generando una corriente de odio o simpatía que sólo puede perjudicar la lectura. No me gustan los escritores ideólogos, sino los que tienen grandes ideas.

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¡Qué estimulante es la soledad buscada, y qué terrible la sobrevenida!

martes, 31 de mayo de 2011

Solo


Nada, nada... nada. No busques detrás de la puerta, ni en el rincón oscuro del patio. Ayer volaron los pájaros que anidaban entre las hojas del rosal. Ya ni siquiera se oye el agua de la fuente. Te has quedado solo, y el silencio te delata. Las páginas del libro que tienes en las manos se han vuelto amarillas, y se cuartean como las hojas secas del otoño. La vida huye de tu figura de estatua, y ahora yo me marcho, aunque hace tiempo que no estaba aquí. He atrapado en mis manos todos los sonidos del campo: las esquilas lejanas, el rumor de las ramas mecidas por el viento, el zumbido de las abejas, ese presentimiento vago que anuncia el alba... Me lo he llevado todo, también las campanadas de la torre, y los toques alegres de la Peña. A ti ya no te harán falta en donde estás. Acuérdate de mí en tu soledad de hielo. Dios mío, qué solo te quedas. Un beso. No te olvidaré.

viernes, 27 de mayo de 2011

La rana muerta (relato en revisión)



Paseaba por la ribera de Alájar, como tantas otras veces. En esta ocasión iba solo, y podía concentrarme en el trino de los pájaros. Algunos de ellos se cruzaban en mi camino, sin mostrar miedo, y yo me paraba a contemplarlos. No sabía su nombre, pero los distinguía por su timbre, y trataba de aislar el sonido de cada uno de entre la algarabía, como hizo Messiaen al transcribir su canto a un pentagrama. Además de los pájaros me acompañaba siempre el rumor del agua del pequeño arroyo que corría a mi derecha, y a medida que me adentraba en el bosque el sonido se iba haciendo más redondo, trepando entre los árboles y por encima de mi cabeza como un fantasma rescatado de las pozas que exploraba en mi niñez. Entonces me sumergía en sus aguas frías y oscuras siempre con miedo y una emoción que sólo sentimos de niños, porque cuando crecemos todo tiene un sentido, y se mata la incertidumbre que nos regala la vida para que la atesoremos en nuestro cuarto al volver de un día lleno de aventuras. Todo eso iba yo pensando, y se me venía a la cabeza poco a poco, no en forma de palabras, sino como un sentimiento profundo que me invadía hasta llenarme por completo. Llegué al primer molino derruido y me acordé de la figura del antiguo molinero, que recibía como una ofrenda el trigo de los labriegos para obrar el milagro de convertirlo en harina con la muela heredada de sus antepasados. Fui pasando junto a los demás molinos, a cual más triste, a cual más desamparado en sus ruinas de piedra tosca, y en sus inmediaciones no cantaban los pájaros; tan sólo se oía el agua que pasaba por debajo del edificio, igual que hace siglos, pero sin mover piedra alguna. Me sentí fatigado y paré a descansar en un banco de piedra junto a un estanque de aguas oscuras, de donde saltó una rana asustada por el chapoteo de mis botas. Bien podía ser la rana intemporal que imaginó Basho, pero eso lo pienso ahora, porque la que yo vi era una rana real, como real fue su salto, y su croar profundo y gutural. Seguí mi camino por una senda que se iba haciendo más estrecha, bordeada ahora por pinos y jaras en lugar de las encinas y alcornoques que me habían acompañado hasta entonces. Las jaras estaban florecidas, y pintaban las laderas con la paleta de Monet. Me fui a asomar a la gran roca, para disfrutar de la vista del río encañonado, cuando de repente desapareció la tierra bajo mis pies, y me encontré parado en la mediana de una autopista con los coches pasando veloces a uno y otro lado. El humo de los motores y el olor dulzón del asfalto caliente habían reemplazado a los aromas del campo, y en lugar del monte y la arboleda, el paisaje que tenía ante mis ojos era desolado: un ancho camino gris que cortaba en dos con un tajo despiadado la tierra amarilla y yerma de las cercanías de la ciudad amenazante e incierta. Me tiré al asfalto, incapaz de soportar tanta tristeza, y los coches pasaban a mi lado sin rozarme. Vi la rana unos pasos más adelante, aplastada por las ruedas de un coche. Seguí andando hasta llegar a mi destino olvidado, y dejé de oler la muerte, y sentí que no era yo quien respiraba, porque mi cuerpo ya no era mi cuerpo, ni la razón para existir era más que una promesa vana.


Nota: ayer leí este relato a mis queridos compañeros mercuriales. Como aquí estamos ante todo para aprender, se me sugirió que la digresión que aparece a mitad del relato: -"... Entonces me sumergía en sus aguas frías y oscuras siempre con miedo y una emoción que sólo sentimos de niños, porque cuando crecemos todo tiene un sentido, y se mata la incertidumbre que nos regala la vida para que la atesoremos en nuestro cuarto al volver de un día lleno de aventuras"-, rompe el ritmo del mismo y distrae la atención del lector (en este caso oyente). Sería mejor ir directamente a lo que emociona, a los hechos, para llegar en la medida de lo posible a conmover al lector en lugar de hacerle pensar. Ya otras veces ha funcionado este blog como taller literario, y por ello pido vuestra opinión, si tenéis tiempo de dármela.