martes, 3 de enero de 2012

Apuntes (147): Un día por Valverde


Fuimos ayer a ver el belén viviente de Beas, y, aunque no le faltaba un detalle, los "seres vivientes" no estaban a la altura, los angelitos. Eran niños de unos diez o doce años, y no se les veía muy entusiasmados con su papel. La Virgen María estaba peleándose con San José a empujón limpio, y los carpinteros, panaderos, hilanderas y demás población hebrea pasaban el rato lo mejor que podían jugando a las cartas, bromeando o haciendo dibujos en el suelo. Preguntamos a los encargados de la matanza por sus labores y nos respondieron que estaban hartos de contestar siempre a la misma pregunta. A todo esto, un grupo de adultos pasaba repartiendo bolsas de gusanitos a los sufridos niños, que formaban así una estampa de lo más tradicional. En fin, que uno prefiere las figuritas toda la vida, que aportan más veracidad al cuadro belenístico.

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Y antes de Beas comimos en Valverde con unos amigos. Barbacoa de tres metros de alto con fregadero y encimera incluida, que allí sienten pasión por las barbacoas. Tienen hasta una manera especial de ensartar la carne, en los llamados espetos, muy distintos de los que se usan en Málaga para el pescado. Son unas horquillas largas y afiladas donde se ensartan las piezas de carne muy cerca unas de otras, lo que les da un sabor especial. Por lo visto hay que pedir al carnicero que corte las piezas de una manera determinada, y parece ser que es una costumbre propia únicamente de ese pueblo. Quizás una herencia árabe, como tantas otras que se mantienen vivas milagrosamente.


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En esta ocasión el protagonismo gastronómico de la reunión no fue la carne a la parrilla, sino un huevo de avestruz que nos habían regalado unos amigos. Ni que decir tiene que el cacharro llamó la atención, con un peso de más de un kilo y una cáscara más dura que un cuerno. El problema vino a la hora de cascarlo: había que olvidarse del método tradicional de chocarlo contra el borde de la sartén (en este caso una paellera). Hubo que recurrir a un cuchillo de grandes dimensiones y, tras varios intentos, se abrió un boquete en el huevo, con la mala fortuna de acertar justo donde estaba la yema, que de este modo se pinchó, destruyendo las esperanzas de conseguir un huevo frito. Tuvimos que conformarnos con una especie de revuelto con un sabor peculiar, bastante bueno, pero no hubo manera de comer ni siquiera la mitad, y eso que éramos once personas.

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Había allí un señor al que le sorprendió la guerra con cinco años, y a los siete se quedó huérfano de padre y madre. Cuenta de esos tiempos que debía buscarse la vida como fuera, rapiñando en los campos lo poco que había de comer, o enganchándose en los camiones para rajar un saco de grano. No había grifos, ni retretes... dice que no había nada. Y ahora, a los 81 años, tiene muy presente ese recuerdo que a nosotros nos parece una historia remota. La represión en el pueblo fue dura: como él dice, había falangistas que denunciaban a todo el que podían para que vinieran a buscarlo y lo pasearan. Tantas atrocidades, tanta miseria... y tanta abundancia ahora, que se le antojará obscena, como ridícula le debe de resultar la crisis en comparación con aquellos años negros.

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Tiene la sierra algo especial: un silencio lleno del trino de los pájaros y del rumor de los árboles que le hace sentir a uno en armonía, no ya con la naturaleza, sino consigo mismo, porque se forma parte de una comunidad que ha domesticado el medio para nutrirse de él, sin dar el paso siguiente que conduce a la deshumanización.

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Cuatro niños riendo y jugando en el campo: eso es la vida; ahí está su esencia.

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