Il pleut sur la ville... y mi corazón está sequito, de momento, no como el del poeta. Ha llovido a rabiar esta mañana, habría dado gusto oír caer el agua si mis obligaciones laborales y domésticas me hubieran permitido pararme a escuchar, pero ya se sabe que en la ciudad uno se pierde hasta los olores milagrosos que nos trae la lluvia, o se mezclan con el humo y el polvo, lo cuál es peor. Llovía, sin embargo, y mucho, como podía ver a través de los cristales, y sobre todo al salir del trabajo y coger el coche en dirección -
Che orrore!- a un centro comercial donde el día anterior habíamos comprado -¡Qué ruina!- cienes y cienes de prendas para toda la familia en una conocida cadena de establecimientos de ropa supuestamente a buen precio, de una calidad supuestamente aceptable, cuyo dueño es ciertamente rico, no hace falta suponerlo, y que a mí, que soy un poco picajoso, no termina de parecerme bien, lo mismo que no me parece bien Apple, será que tengo envidia de las multinacionales de éxito. El caso es que iba allí a eso que llaman "hacer una devolución", por lo que no estaba del todo descontento; si acaso con la escopeta cargada por si me ponían la más mínima pega, que les iba a poner una hoja de reclamaciones que se iban a cagar. Llegaba cargado de bolsas y agarrando como podía el paraguas, que me había sido indispensable para hacer el trayecto desde el aparcamiento hasta la tienda a pie, y no a nado. Llego al mostrador de madera, y había la consabida cola, por algo hacen tanta caja. Pongo como puedo las bolsas en el suelo, el paraguas colgado del extremo del mostrador, uno de esos paraguas negros, grandes, como de dos metros de diámetro, para que no me mojara yo ni mis circunstancias, capaz de anular el efecto de una nube al completo, llega mi turno, —
Buenos días, —
Buenos días, vengo a devolver estas prendas, las saco, tracatrán, desparramadas en lo alto del mostrador, lo menos siete u ocho pantalones y camisas, me mira con mala cara, las examina, coge el micrófono: —
Fulanito de tal, pase por caja, una devolución, viene un nota joven, con tupé, pinta de mariquita, no sé si viene al caso pero nos pone más en situación, mira la ropa, y dice sin dignarse a mirarme: —
Házsela. Entiendo que se refiere a la devolución. Me mira otra vez la chica, muy mona ella, vestida de negro, si se hubiera cambiado por la compañera mientras yo no miraba no me habría dado cuenta, son todas iguales, como los chinos -por cierto, no sé qué coño hace el chino ese mafioso que han cogido, Gao Pin, tapándose la cara en las fotos con la policía, si no hay cojones de distinguirlos-. Me dice la chica: —
Necesito la tarjeta con la que hizo la compra. Ahí la estaba esperando: antes de terminar tenía frente a sus ojos la tarjeta y el DNI. Se resigna: no le queda más remedio, me hace un abono, una pasta, no pienso sustituir las prendas descambiadas por las de su talla, ahora que no me oyen. Me despido: —
Adiós, buenas tardes. —
Buenas tardes. Al coche otra vez, lluvia que te cagas, voy a abrir el... ¡¡Mi paraguas!! Vuelvo a la tienda, miro en el mostrador y no está, nadie lo ha visto.
Estoy convencido de que me lo han mangado no por la crisis, sino simplemente porque estaba lloviendo, un tío como vosotros y yo, solo que muy, muy cabrón.