Dormir sin que un perro rabioso
te arranque las entrañas.
Despertar cada noche mil veces
y alargar el brazo hasta tocarte.
Nunca tener miedo, porque juntos
éramos invulnerables.
Mirar atrás, delante y a los lados
y comprobar que el sol iluminaba
por todas partes nuestra vida.
Y nunca temer a la muerte,
ni siquiera cuando llamó a la puerta
y entró para quedarse con nosotros,
fría, muda, insistente,
y le hicimos un huequito
en nuestra dicha inocente,
hasta el día en que por fin
te arrebató a la fuerza de mi lado,
cumpliendo lo anunciado,
sin sorpresas,
para siempre.
La felicidad era eso,
tu presencia iluminada,
tu cuerpo enamorado,
los ojos que me hablaban
cuando tu voz ya no se oía.
La felicidad eras tú.