Estoy leyendo el magnífico libro de Azorín La ruta de don Quijote, y no puedo evitar sentir una cierta nostalgia, una melancolía por el pasado que se fue y ya nunca retornará. El maestro de Monóvar escribió esta obra en 1905 por encargo del director del periódico El imparcial, para el que trabajaba por entonces. Un siglo ha pasado desde aquello. Azorín nos describe un paisaje y unas gentes que, como bien dice Trapiello en su biografía de Cervantes, eran los mismos que retrató éste en su inmortal obra. Unos años después, en la década de los 50, el progreso había cambiado ese escenario para siempre.
Una avutarda cruza lentamente, pausadamente, sobre nosotros; una bandada de grajos, posada en un bancal, levanta el vuelo y se aleja graznando; la transparencia del aire, extraordinaria, maravillosa, nos deja ver las casitas blancas remotas; el llano continúa monótono, yermo. Y nosotros, tras horas y horas de caminata por este campo, nos sentimos abrumados, anonadados, por la llanura inmutable, por el cielo infinito, transparente, por la lejanía inaccesible. Y ahora es cuando comprendemos cómo Alonso Quijano había de nacer en estas tierras, y cómo su espíritu, sin trabas, libre, había de volar frenético por las regiones del ensueño y de la quimera.Azorín viaja en carro por la Mancha, se aloja en una posada de Puerto Lápice y contempla las ruinas de la venta donde don Quijote fue ordenado caballero. Al llegar a Daimiel los batanes que causaron tanto espanto a nuestros dos héroes aún perviven, y están en servicio. Los caminos polvorientos, el cielo transparente, las aves que pueblan el llano fueron también contempladas en su ensueño delirante por el caballero de la triste figura. Y ahora, hace ya muchas décadas que el paisaje ha sufrido un golpe del que ya no se recuperará. Donde había ventas se levantan naves industriales y cobertizos con los techos de uralita. Las bestias y los carros han sido sustituidos por automóviles rugientes, y carreteras de negro asfalto hienden sin piedad la tierra. Ya no hay silencio en la Mancha, ni en ningún lugar de España. Es el progreso, que tantos defensores tiene, pero que va destruyendo poco a poco la huella milenaria de nuestra especie, sustituyéndola por una herida abierta y humeante.