Así se nos clasificaba, y aún se clasifica hoy, a los estudiantes que nos estrenábamos en el bachillerato. Yo siempre fui de ciencias puras, estudié tres años en la carrera de Física (lo que no significa necesariamente que completara el tercer curso) y después, por circunstancias poco claras que mis biógrafos aún están investigando, me cambié a unos estudios mixtos como son los de ciencias económicas y empresariales, precisamente los que en su día me habían recomendado en COU los ancestros jesuíticos de los actuales orientadores. Con este batiburrillo de conocimientos donde se mezclan las ecuaciones con las normas fiscales, las integrales con la Filosofía; con mis pobres recuerdos cuánticos y termodinámicos que desde hace poco revisto de poesía; así me gano la vida, que no es poco. Traigo este fugaz currículum formativo para que sirva de reflexión a esa dicotomía entre hombres de letras y hombres de ciencias, en la que muchos de mi generación nos movemos, casi siempre cayendo a un extremo
—mi caso no es el más común
— . Los bachilleres actuales se han decantado claramente por las letras, bien en su versión más clásica de humanidades
—los menos numerosos
— o en esa modalidad llamada de ciencias sociales, mucho más sociales que ciencias, pues se ha despojado a éstas, incluyendo la Economía, de casi todo el aparato matemático que se necesita para su comprensión.
Vivimos en un mundo dominado por la ciencia
—o, más bien, por la técnica
—; de eso no cabe duda. Sin embargo, de manera paradójica los ciudadanos necesitan cada vez menos conocimientos científicos para valerse en su trabajo y en la vida diaria.
Esto se debe al milagro de la Técnica, que es una hija aprovechada de la ciencia cuya misión es hacernos la vida más fácil. Así, todos somos capaces de manejar con solvencia las funciones básicas de un ordenador, navegamos por Internet, descargamos programas en nuestros
tablets y aplicaciones en los teléfonos móviles que nos permiten encontrar nuestro camino en un zoco árabe, pero sin embargo no tenemos la más remota idea de los principios que rigen el funcionamiento de estos cacharros, por no hablar de otros inventos más antiguos como la radio, la televisión, el avión o el submarino. Hemos llegado a un punto en que hay un corpus de conocimintos científicos al alcance de una fracción infinitesimal de la población, pero del que se aprovechan miles de millones de personas. Antiguamente el propietario de un reloj podía al menos intuir el modo en que funcionaba; incluso la energía de los primeros barcos de vapor no era difícil de entender (recuerdo que me lo explicaron en el colegio y pude comprenderlo). Hoy ningún profesor de informática está en condiciones de acercar el resultado que un alumno observa en la pantalla del ordenador a los principios químicos, físicos y electrónicos que lo hacen posible.
Ante esta situación podría pensarse que es normal que las nociones científicas que se proporcionan en la enseñanza secundaria sean cada vez más genéricas y sencillas. Ahí es precisamente donde a mi juicio está el error. Una formación íntegra y completa requiere un dominio de algunas disciplinas como la Química, la Física y, sobre todo, las Matemáticas, muy ambiciosa: del mismo rango de la que recibí yo hace casi treinta años. Y eso precisamente porque cada vez serán menos los conocimientos científicos "humanistas" que se estudiarán en la universidad, debido a la tecnificación y la especialización de las carreras. Del mismo modo en que el alfabeto es una herramienta cuyo perfecto dominio resulta imprescindible, también debería estudiarse un alfabeto matemático, y no únicamente las cuatro reglas básicas a que prácticamente se reduce la formación matemática de un alumno actual, sino también una introducción al cálculo integral y diferencial, series estadísticas, límites, ecuaciones... Algunos dirán, como sucede con el latín, que no tiene ninguna utilidad. ¡Les parecerá poco, abrir la cabeza y la mente para futuras exploraciones!