Salimos de Sevilla a las diez y cuarto de la noche a 31º, y una hora y cuarto después cruzábamos el puerto de Alájar a 14º. Y todavía hay quien dice que en la ciudad se vive mejor…
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Pasamos la mañana en Las cruzadas, y José, que siempre tiene historias nuevas, me vino con una sorprendente: cuenta que hubo en el pueblo un hombre, ya muerto, que tenía por afición topar con los carneros. Cada vez que sacaba un rato de su trabajo en el campo, se ponía a unos diez metros de uno de estos animales, agachaba la cabeza (lo mismo hacía el carnero), y se arrancaban a la vez con furia. El topetazo no tenía un vencedor claro, y ambos (hombre y animal, sin saber muy bien quién era quién) salían airosos del envite, listos para usar de nuevo su testuz, y no en pensar precisamente. Parece ser que este hombre hacía muchos otros alardes cebezoneros; dice José que sujetaban un banco entre cinco o seis, se arrancaba el cabezón de lejos y rompía el banco, echando al suelo a los que aguantaban detrás. Había por aquel entonces en el pueblo otro topador que no le iba muy a la zaga, y entablaban ambos combates singulares, de los que salían con las cabezas sangrantes. ¡Qué poca distancia hay del paleolítico a la posmodernidad! Unos kilómetros, tan sólo.
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Hoy, para terminar la jornada, hemos plantado unas tomateras. He empuñado con decisión el cavucho, como dicen por aquí al azadón, y he cavado unos surcos con más pena que gloria, literalmente. En media hora ya tenía unos proyectos de callos en mis manos de señorito. Los niños, muy atentos todo el tiempo a la labor, y realizando las más peregrinas observaciones, que no me hacían ninguna gracia, me ayudaron a sembrar las matas, que nos regaló el providencial José. Escojimos con mimo las matas que colocamos en los surcos a una distancia prudencial, los llenamos de agua, los tapamos luego con tierra y volvimos a regar otra vez. A ver qué pasa, no me fío yo de mis dotes de hortelano. Por lo pronto, he comprobado que el dicho ése de que el trabajo manual dignifica al hombre es una gran mentira. Sigo igual de indigno que siempre, con la indignidad añadida de unos callos en las manos.
4 comentarios:
Mira que yo soy "urbanita", pero si vivo en la ciudad es por mi duela y señora, que se ha negado siempre a vivir en un pueblo. Será que también tengo vocación de hortelano, aunque creo que sería bastante más indigno que usted...
Un saludo.
Se me ha olvidado una historia infantil en la que una "chiva" (pequeña cabritilla) se empeñaba en experimentar sus topetazos conmigo, que entonces no tenía más de cinco añitos... ¡La jodida chiva...! Yo solo recuerdo que gritaba como un loco; "¡que me trompa la chiva!".
Saludos.
Eso de tener un huertecito es gloria bendita; fíjate la ilusión con la que recogeréis y os comeréis los tomates.
Lo del cabezón ese...puf. Sin comentarios. Pero mira, me has inspirado una entrada (si es que puedo volver a publicarlas, que tengo algo enfermo en mi blogger y no sé qué es).
Un beso
Alegre: en Alájar les dicen chivinos, y mis niños se entretenían corriendo detrás de ellos para cogerles. Alguna vez se daban la vuelta para topar, y entonces huían como conejitos.
Es verdad, Mery, seguro que esos tomates saben diez veces mejor, aunque sea por el trabajo que cuesta cogerlos. Espero tu entrada con intriga.
Abrazos.
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