sábado, 6 de octubre de 2012

Soledad y vida


Ayer supe que en agosto murió un vecino mío. Era un hombre de poco más de cincuenta años, divorciado, y vivía solo. Parece ser que sufrió un ataque, entró en coma y al no haber nadie para atenderle murió al poco rato, y nadie le echó en falta hasta el siguiente día en que tenía un turno de trabajo. No vivo en un piso, sino en una casa, y sólo tengo dos vecinos, uno a cada lado. Me he enterado de la muerte de uno de ellos por casualidad, al cabo de dos meses. Estamos ya tan acostumbrados a vivir en nuestra propia burbuja familiar de ruidos y cuitas domésticas que no somos conscientes de los que tenemos al lado, literalmente al lado. Antes aquí en Sevilla se contaban a miles las familias que vivían en patios de vecinos, y lo compartían todo, las penas y las alegrías, las ilusiones y los pequeños fracasos de que al fin y al cabo se iba fabricando su vida. Cuando una vecina daba a luz era todo un acontecimiento, y el suceso era esperado con ilusión compartida. Las muertes eran algo natural, y los muertos eran velados allí mismo, en el pequeño habitáculo que compartían grandes y pequeños. Los vecinos desfilaban respetuosos ante los deudos, y la noticia corría como la pólvora entre los patios cercanos. En la ciudad de hoy todo ha cambiado. Yo apenas conocía a mi vecino, había intercambiado saludos con él, al hombre se le veía deseoso de charlar, dispuesto a ayudar en lo que hiciera falta, pero yo siempre iba con prisas, y no tenía tiempo para él; entraba en casa y muchas veces encendía el ordenador para escribir una entrada en mi blog, o responder a los comentarios. No me culpo por ello, así son las cosas, así lo he querido yo, así lo hacen otros muchos como yo. Incluso cuando paso temporadas en Alájar tengo una tendencia a encerrarme en cierto modo, a no pasar del saludo con la gente del pueblo, celoso de una intimidad absurda y palpable, un camino que ciertamente no conduce a lo que muchos entienden por felicidad.

No sé si de estas reflexiones se puede sacar una moraleja, o si merece la pena hacerlo; en cualquier caso estamos, o estoy, ciego hacia mis vecinos, mis compañeros de trabajo; mi prójimo, ése que se cruza conmigo todos los días. Su vida no me incumbe, no me roza; me importa tanto como las vidas y las muertes que desfilarían ante mí todos los días en el telediario si encendiera mi televisor para verlo. En cualquier caso vivo mi propia vida, la que yo he elegido, y por fortuna no estoy solo en el camino, a diferencia de mi pobre vecino que murió hace dos meses.

6 comentarios:

Paco dijo...

Estremece esta entrada, José Miguel.

A veces pensamos que avanzamos en calidad de vida, en intimidad, en bienestar... pero analizas y aparecen "daños colaterales", problemas nuevos y más difíciles de solucionar.

Estamos en un mundo cada vez más poblado, y cada vez más solo.

Antonio López-Peláez dijo...

Pues a mí, José Miguel, esa vida de patio de vecinos que describes es lo más parecido al infierno que puedo concebir. Maneras de ser.

Antonio López-Peláez dijo...

Donde dije "a mí" debiera haber dicho "a mi modo de ver". Perdón por el lapsus.

Er Tato dijo...

Cosas de la vida, de la rutina... Esas cosas que se vuelven deliciosas en algunas de tus entradas y nos ponen ante el espejo.

Me ha gustao, Ridao...

Abrazos aplaudidores

P.D.: No te lo vayas a de creé quendispués no hay quien taguante...

Rafael Hidalgo dijo...

La soledad en medio de la gente es el infierno.

José Miguel Ridao dijo...

Gracias a todos por venir. Lo cierto es, como dice Antonio, que la vida en los patios de vecinos no nos parece precisamente apetecible, porque nuestros ojos no son los de aquellos tiempos. Puede que la soledad sea el precio del progreso.

Abrazos nayquienmaguanteros.