Ayer llevé a los dos mayores al baloncesto. Tenían ilusión de ver en directo un partido de los profesionales, ahora que ellos practican ese deporte. Compramos las entradas en banco de pista, enfrente del banquillo del Cajasol, y ya desde el calentamiento flipaban con los tiros y los mates de esos gigantes de carne y hueso, tíos de piernas y brazos interminables, en pista había cuatro que superaban los dos metros diez, y parecían de tamaño normal, rodeados como estaban por gente de su estatura. Una de las cosas que más me llama la atención del baloncesto actual es la coordinación de los pívots: en otros tiempos pescaban a un Romay por su altura, aunque fuera un patoso, mientras que ahora ves a un dos veinte subir el balón de canasta a canasta como si fuera un base. El partido no fue demasiado bien para nuestros colores, el rival era mucho rival, y tenían a una bestia parda polaca con el dorsal 30 que metía todo lo que llegaba a sus manos en la zona, pero daba igual: los niños, sobre todo Miguel, disfrutaron de lo lindo. Jaime también, pero hacia el final del partido se dedicó más a charlar con Daniela y a enredar con los que había al lado, supongo que cuatro cuartos es mucha tela para la concentración de un chaval de siete años, por muy baloncestista en ciernes que sea. El espectáculo, de todos modos, no era sólo el baloncesto, había muchos más estímulos, sin ir más lejos el personal que acude a los partidos, de lo más variopinto. Algunos personajes debían de ser famosos por esos pagos, pues desfilaban adolescentes delante nuestra para hacerse fotos con el móvil con ellos. También teníamos la versión patria de las
cheerleaders, que salían en cuanto había un parón largo, y digo patria porque por más que procuren imitar a sus modelos norteamericanas no pueden negar que son nativas, no sólo por la apariencia, sino por su vestimenta o, mejor dicho, por la forma de lucirla, así como por las volteretas que daban -queda para la antología la salida en tromba de una de estas pizpiretas animadoras, la más rellenita y con una delantera que ni el Madrid, que dio dos o tres vueltas de campana para aterrizar en los brazos de un
cheerleader masculino que la aguantó a duras penas, estando a punto de rodar los dos por el suelo ante la rechifla general-. Por cierto que el comentario, no sé si justo, que corría por las filas al ver aparecer a los animadores es que por fuerza tenían que ser gays. Los americanos, para evitar estos problemas, sacan sólo a tías buenorras bien entrenadas y se garantizan el éxito. También teníamos a la mascota del equipo, un toro que más bien parecía un bisonte, que se tiraba en plancha, nos chocaba las manos al pasar -confieso que yo mismo, por no hacerle el feo, palmeé su mano de trapo-, y que al final del partido se puso a tirar balones al público, y aquí viene lo gordo: Daniela y Jaime bajaron a hacerse una foto con él, el toro le ofreció un balón -de reglamento- a Jaime, y va el niño lacio y le dice: ¡no, gracias, ya tengo uno! Cuándo coño se ha visto esa respuesta en un niño, si por definición un niño tiene que "matar" por conseguir un balón. Es lo que yo digo, los niños de hoy están todos amamonaos... ¡Si Zipi y Zape levantaran la cabeza...!