Hoy rompo esa ley no escrita que dice que las entradas de un blog deben ser cortas. La ocasión bien lo merece, pues hemos celebrado las bodas de plata de la promoción del año 84 del colegio de los Maristas de Sevilla. Veinticinco años son muchos, y ha sido emocionante reencontrar a amigos de la infancia que creía olvidados pero nada más verlos parecía como si estuviéramos de nuevo sentados en el mismo pupitre. He tenido el gran honor de que mis compañeros me permitieran pronunciar un pequeño discurso, que reproduzco aquí.
Buenos días a todos. Lo primero que quiero decir es lo emocionante que resulta volver a estar en este Salón de Actos, que pisé por última vez hace 25 años, los mismos que llevo sin volver al colegio. Y de hablar en público no digamos, creo que la última vez fue en una misa del Padre Otero, cuando me encargaron que hiciera una lectura y entonara los primeros compases de “Veniiiid y vaaaaamos toooodos... de nueeevo aquíii nos tie-e-e-NÉS” - o quizá fuera “Madre de todos los hombres”, no me acuerdo bien, lo que sí sé es que me temblaban la voz y las piernas, un poco como ahora -.
Son muchos los recuerdos recobrados en estos días, después de tantos años. Me acuerdo como si fuera ayer de una mañana de septiembre a mis seis años, con mis dos manos ocupadas: una de ellas cogida por mi madre, y la otra sosteniendo una cartera de cuero llena de libros recién forrados, oliendo a nuevo. El Hermano Domingo nos convertía en romanos o cartagineses que luchaban para ganar media hora más al recreo de los viernes. Por desgracia, el pobre murió ese verano. Comprábamos en el bar de Pepe un bocata de mortadela o de caballa y una casera cola, pequeña o grande, o una pelota de plástico de a duro para jugar un partido de fútbol en el campo de hockey en el recreo, o por las tardes antes de entrar en clase. También nos dedicábamos a jugar con bolas y bolones, americanos el que pudiera, para perderlas jugando al hoyo en el albero del campo de fútbol grande.
Algunos íbamos en el autobús del colegio, la uno, la dos o la tres, y teníamos media hora para comer en casa y cogerlo de vuelta para entrar a las cuatro de la tarde. El Hermano Pedro se quedaba por las tardes con los que querían seguir haciendo deporte. Cuando jugábamos al fútbol en el patio y el balón caía cerca de uno de los mayores, le pegaba un voleón, y protestábamos, pero cuando crecimos éramos nosotros los que nos dedicábamos a pegar voleones, y no pasaba nada, todos tan amigos. No había niñas en el colegio, pero tampoco hemos estado traumatizados por eso, fuera había muchas, sobre todo en Santa Ana, con las que quedábamos en pandillas de Semana Santa. Además, tiempo tuvimos de encontrarlas después.
Cuando llegaba la primavera, en el bar de Pepe vendían a dos pesetas unos polos cuadrados que de un chupetón perdían su color, pero nos sabían a gloria. Algunos los compraban en las clases de gimnasia de don Mariano, mientras dábamos corriendo una vuelta al colegio, y si te hacías una herida Don Eduardo estaba al quite como practicante de guardia, todo controlado. El Moro (con perdón) nos asustaba con sus historias de Larache, y el Zorita con las de la guerra. Don Juan Manuel nos hablaba de su tocayo del siglo XIV; el Fali (gran persona) nos ponía un examen tipo test de botánica con 100 preguntas. Algunas veces íbamos a ver filminas de Semana Santa, o de sexualidad, y todos esperábamos a que saliera aunque fuera la sombra de un desnudo. El Ogro (un pedazo de pan, de ogro sólo tenía la apariencia), nos enseñaba lo que era una cantata y un motete, y nos dictaba los apuntes que escribíamos pacientes en un cuaderno de anillas. Y qué decir de don Raimundo, en las clases de dibujo del sótano, o esas Navidades que nos tocó hacer la Torre Eiffel de marquetería. Y al tocar la flauta en un examen a algunos les temblaban los dedos, y el sonido salía trémolo, listo para el suspenso, mientras el resto de la clase no se atrevía a reír esperando su turno. Otras vacaciones lo que tocó fue estudiar de memoria cien versos del Estudiante de Salamanca, porque se empeñó el Titolivio (ilustre apodo, por cierto), que también nos hacía traducir la Guerra de las Galias (Galia est divisa in partes tres). Cuando acababan las clases, el Jueves (¿cuándo pondrá usted el examen? EL JUEEEVES) se montaba en su Vespino y nos arremolinábamos todos para despedirle con guasa - al quejarnos de lo que pasamos con algunos de nuestros profesores, conviene también pensar lo que tuvieron que aguantarnos ellos a nosotros -.
Y hay muchas historias más, muchas. Como la revista que nos encargaron hacer el año del mundial de España (yo la hice de Naranjito, fusilada de artículos de prensa, y el Titolivio me cascó mi primer cate), los problemas que teníamos que resolver en clase de química con el Pitufo (muy alto no era el hermano Múzquiz), donde lo más importante era escribir con la caligrafía adecuada la palabra “SOLUCIÓN” en la pizarra; las clases de electricidad con el Hermano Clemente, el de los calambrazos trifásicos, que alguno encontró después, ya con niñas, en los Padres Blancos, o las de matemáticas con el Teleñeco (espero que no se moleste, supongo que sabría que le decíamos así), que era el director del colegio y nos cogía del brazo para charlar con nosotros cuando nos veía por los pasillos. O don Alfonso, el Kermit, don Juan, don Pedro, don Antonio Luque, don Eloy, el Hermano Gregorio y tantos otros que nos dieron clase en la EGB. También fueron antológicas las excursiones a la Rábida, y al Pedroso, y el viaje de fin de curso a Benalmádena con don Ricardo el de inglés, y el de Setúbal, y muchas cosas más.
Seguro que me olvido de mucho y de muchos, pero es que once años dan de sí una barbaridad, y esta reunión me ha traído todos esos recuerdos de golpe, haciendo que me emocione estas últimas semanas con el chat que nos hemos montado por Internet. Ha pasado un cuarto de siglo, y de repente es como si reviviéramos los años de la niñez y de la adolescencia.
De todo hubo, pero lo que ahora toca es acordarse de los buenos momentos, y disfrutar de la nostalgia que nos hemos regalado, que nos han regalado los queridos compañeros que han dedicado tantas horas (y tantas cervezas) a organizar este acto, sin los cuales no habría sido posible.
Para terminar voy a ponerme un poco triste, y recordar a nuestros compañeros que en estos años nos han dejado, es ley de vida. Su presencia se palpa hoy entre nosotros y nos duele, pero el mejor homenaje que les podemos hacer es reír y disfrutar, recordarles tal como eran a los 16 años, y reservarles dentro de un rato un sitito en nuestra mesa y en nuestro corazón.
Gracias a todos por vuestra paciencia al escucharme, y para concluir no canto el himno ese de “Ofrenda de flores, Laureles y Palmas” para que el sol siga acompañando esta inolvidable jornada.
Ahora, ¡A seguir disfrutando!