Aún siento un rescoldo de miedo cuando me pinchan para sacarme sangre, herencia de aquellos terrores infantiles de penicilina y estreptomicina con agujas esterilizadas a la llama en una especie de lata de sardinas donde el practicante vertía alcohol. Parece que lo estoy oliendo. Recuerdo con todo detalle la cara del practicante de mi barrio, canoso, adusto, con una sonrisa heladora que más que tranquilizarme me angustiaba. En una ocasión, tendría yo seis o siete años, salí huyendo despavorido escaleras abajo y me atraparon ya en la calle como a un conejo huyendo de la escopeta del cazador. También había en el barrio una practicante gorda, rubicunda, con aspecto bonachón y que siempre olía a cloroformo. Ella me resultaba aún más cruel, pues me ejecutaba igualmente pero con la sonrisa en la boca. Creo que se llamaba Loli, o Conchi, o algo así. Su cara es lo que no se me olvida. Tenía cierta amistad con mi madre, y cuando nos la encontrábamos por la calle se paraba a hablar con nosotros con gran espanto mío. Yo permanecía agazapado, receloso, y no respiraba hasta que la veía marchar ufana con sus andares de oca. Todavía tiemblo al recordar esas torturas que comenzaban cuando el médico, también amigo, también paternalista, me recetaba unas dosis de inyecciones, que se compraban en la farmacia y venían envueltas en una caja grande, casi lujosa, innumerables ampollas que prometían otros tantos gritos de dolor, alineadas como si fueran misiles que tenían como diana infalible mi pobre culito dolorido.Y ahora estoy aquí, en el centro de salud (no existe nombre más aséptico), aguardando a que me saquen sangre, y engaño mi miedo escribiendo en el diario.
















