Un gran libro no es el que nos enseña muchas cosas, sino el que nos las muestra, las disfrutamos y después se nos olvidan.
Casi siempre hay una frase, o un párrafo, que salva un libro. Eso dice Trapiello en uno de sus diarios, y eso mismo, justamente, me ha sucedido con su libro, que estaba pasando sin pena ni gloria, dejándome más bien indiferente, hasta que leí una frase ciertamente brillante y aleccionadora. Viene a decir el poeta leonés que los escritores buscan muchas veces la cuadratura del círculo: por un lado quieren la gloria y el reconocimiento, y por el otro pretenden mantenerse al margen del tráfago mundano de presentaciones, entrevistas y críticas, algo que sin duda está en las antípodas de todo creador medianamente coherente consigo mismo y con su obra. Trapiello es lo suficientemente honesto como para expresar en voz alta este pensamiento, y de su obra deduzco que, a pesar de todo, está más cerca de la segunda opción, pero... ¡Cuánta falsedad hay entre los poetas!
Cuando uno tiene una opinión muy definida sobre algo —pongamos por caso que yo piense que Eliot es un gran poeta—, se pone una venda en los ojos ante cualquier percepción que contradiga esta opinión. En el ejemplo, por muy horrible e infumable que fuera un poema de Eliot, juraría ante todos los dioses de la poesía que se trata de una obra de arte.
Es fácil desenmascarar a los escritores que conocemos en persona: si las palabras que escriben nos chirrían puestas en su boca, están sentenciados: la impostación en literatura suele ser sinónimo de vaciedad.
... Y a lo mejor mis amigos piensan que soy yo quien chirrío, y estoy vacío con tanto ripío.