Es inútil mirar dentro de uno mismo y tratar de descubrir algo nuevo. El escritor tiene que mirar siempre hacia fuera, observar lo que le rodea, y si es posible detectar cosas que han estado siempre ahí pero nadie las había visto. Hay que desembarazarse del yo, porque ahí dentro sólo hay humedad y tierra removida. Pocas cosas más patéticas que un poeta llorando sus miserias o narrando en directo sus experiencias místicas. A nadie importa a quién ames, ni la intensidad de ese sentimiento, porque eso es algo vulgar. Se puede cantar al amor, eso sí, pero cuando no nos inunde el cuerpo un amor concreto, y además hay que esforzarse por contemplar ese amor como algo abstracto, como una cualidad que a todos nos adorna, en mayor o menor medida, pero que ahora contemplamos suelto entre los árboles, sin nadie reconocible por los alrededores, y entonces, si nuestra poesía tiene algún valor, iluminaremos ese diosecillo travieso con alguna cualidad distinta, o lo disfrazaremos de otra cosa, de odio, por ejemplo, y así podremos sorprender al que nos lee. Pero no nos basta con la sorpresa, hay que decir algo distinto, si se puede, ¡y sobre todo la forma! La forma por sí sola es capaz de sugerir tanto, de aportar tanto, que muchas veces lo de menos es lo que se dice. Uno lee un poema, le gusta, siente que es algo grande, pero no puede explicarlo, ni tampoco sabría muy bien decir qué mensaje tiene. Es que la palabra mensaje, ya de por sí, es una aberración. ¿Cuál es el mensaje de La Mona Lisa? Si lo que buscamos es un mensaje acarrearemos las palabras a nuestro cerebro, y entonces pondremos el yo a funcionar, y el yo, que además de terco es racional, buscará una interpretación, y el poema, que es un objeto hermoso que está fuera para ser contemplado, será secuestrado por cada lector para llevarlo a su casa y destriparlo, a ver si así se les pega algo del poeta.
A nada conduce mirar horas y horas dentro de nosotros, quedarnos parados frente a un folio en blanco buscando la esencia de los siguiente versos; no hay nada ahí: todo está fuera, la materia prima de la poesía es asombrosamente abundante, cada día nos cruzamos con ella, y no precisamente al pasear con aire distraído por un entorno idílico, sino al caminar por la ciudad entre el ruido de los coches, o al salir a trabajar por la mañana, o al recoger a los niños del colegio, y por supuesto al leer un libro, porque los libros buenos son el regalo que nos hacen unos pocos elegidos que destilaron su arte en esas páginas, y nos enseñan a cada paso visiones maravillosas, que no nos explicamos cómo no se nos habían ocurrido antes a nosotros, y nos inspiran, ellos sí (las musas hace tiempo que no trabajan), para enriquecer nuestros modestos garabatos con adornos florales que nos apresuramos a recoger antes de que marchiten, y así seguir hilando las palabras, y lograr que detrás de aquella piedra grande del camino aparezca cada día un nuevo brillo misterioso y eterno.