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jueves, 27 de octubre de 2011

Don Cipote (Capítulo cuarto)


De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió del puticlub

La del alba sería cuando don Cipote salió del castillo tan contento, tan gallardo, tan alborozado, tan corrido, que el gozo se le salía por la pelleja. Así dispuesto, determinó volver a su casa y hacer provisión de la quincallería necesaria a todo buen caballero, así como de un escudero, haciendo cuenta de recebir a un maestro vecino suyo, versado en asuntos de dineros y padre de muchos hijos, y al que hacía muy a propósito para el oficio escuderil. Con este pensamiento guió el motocarro hacia su aldea, el cuál parecía saber de la dicha de su señor, tanto era el donaire y ligereza con que recorría los caminos.
No había andado mucho cuando le pareció que a su diestra mano, de la espesura de un bosque de bananos que allí estaba, salían unas nada delicadas voces, como de persona que se quejaba; y apenas las hubo oído, cuando dijo:
—Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone por delante ocasiones donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi nueva encomienda. Estas voces, sin duda, son de algún menesteroso o menesterosa, o acaso de la Chupetera, que ha seguido mis pasos afligida por mi marcha.
Y, volviéndose, encaminó a Trepidante hacia donde le pareció que las voces salían, y, a pocos pasos, vio un automóvil de color negro brillante con estraños reflejos en torno dél. Opacos eran sus cristales, pero ante lo desmesurado de las voces don Cipote rompiólos con su garrote, y encontró la fuente de tamaños alaridos. En el asiento de atrás yacía una doncella –o la que había sido una doncella-, espatarrada y gozosa, mientras un valeroso doncel se aprestaba a embestirla con el instrumento que da nombre a nuestro caballero.
Viendo don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo:
—Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se puede; desmontad presto, que yo habré de hacerme cargo de vuestro negocio.
El niñato, que otra cosa no era, al ver sobre sí aquella figura llena de armas blandiendo el garrote sobre su rostro, enfundó presto el cipote, y con buenas palabras respondió:
—Señor caballero, esta dama que estoy castigando es una mi criada, que toma harto placer dello, lo cual hacemos una vez por semana, que el resto de los días atiende a otros sus caballeros andantes, que la sirven por detrás y por delante.
—¿«Miente» delante de mí, ruin villano? —dijo don Cipote—. Por el sol que nos alumbra, que estoy por pasaros de parte a parte con esta estaca. Dejadla sin más réplica y huid en vuestro engendro tuneado; si no, por el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en este punto.
El niñato bajó la cabeza y, sin responder palabra, abandonó a la doncella, y, bajo la atenta mirada del caballero, montó de mala gana en su BMW y alejóse del paraje, lo cuál acontecido aprovechó don Cipote para ocupar su lugar y volver a suscitar los dulces lamentos que había dejado de proferir la dama. Una vez fecha la faena a satisfacción de ambas partes, don Cipote volvió a Trepidante alegre como unas castañuelas, y encaminose a su aldea a dar forma a sus propósitos.

sábado, 8 de octubre de 2011

Don Cipote (capítulo tercero)


Donde se cuenta la descojonante manera que tuvo don Cipote en armarse caballero.

Y así, fatigado de este pensamiento y harto saciado su apetito con chochitos, que no con chochetes, don Cipote abrevió su limitada cena, la cual acabada llamó al castellano, y sin percatarse de las miradas burlonas con que le regalaba, se hincó de rodillas ante él, diciéndole:

—No habré de abandonar esta decente morada, valeroso caballero, hasta que la vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano.

Ante tal requerimiento, el castellano vio superados todos sus pesares, tan de su agrado eran las ocurrencias de su insospechado huésped, y le hubo de decir que le otorgaría cuantos dones apeteciese, y que podía escoger la moza que fuera de su gusto, sin importar su grave estado de tiesura, al punto que no pudiera pagar los chochitos, a lo que respondió don Cipote:

—No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío. No me trae aquí la apetencia de chochitos ni de chochetes, sino la grande ansia de ser armado caballero, y esta noche en la capilla de este vuestro castillo velaré las armas; y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder ir por todas las cuatro partes del mundo buscando aventuras y acometiendo hazañas.

El castellano determinó seguirle el humor, mas díjole que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, pero que podía usar la pieza que le apeteciese, donde tendría grata compañía que le hiciera más amena la espera. Todo ello fue muy al gusto de don Cipote, que se aprestó a velar sus armas. Consistían éstas en un garrote de palo de santo, honda de piel de carnero, a semejanza del arma legendaria de los guerreros baleares, y a modo de arma viviente un perrillo con una alzada de dos cuartas, que más temible y mordedor no lo hubiere en todo el reino. Así provisto, encaminóse a la pieza que le pareció más a su gusto y se dispuso a pasar la noche en vela.

Contó el ventero a sus pupilas la locura de su huésped, y encomendó a la más vistosa y descarada dellas acudiese a satisfacer cuantos deseos tuviere el caballero. La moza, a quien conocíase por el sobrenombre de Paca la Chupetera, acudió presta al encargo, y encontróse a don Cipote hincado de rodillas frente a un espejo de marco rosa.

—Buenas noches tenga vuesa merced, señor don Cipote, tráeme aquí el deseo de servir a tan noble caballero en lo que me requiriese.

Grande fue el espanto del caballero al ver perturbada tan importante noche, y volvióse para comprobar do venía tan inoportuno parlamento. Fue volverse y caérsele el garrote al bueno de don Cipote, y al punto levantársele el otro cipote, tan asombrosa era la visión que a sus ojos se ofrecía. Allí estaba la Chupetera, tal como el Altísimo la alumbró a este mundo. Presto recobró el ánimo nuestro señor, si bien el cipote no se le bajaba, y le habló con estas palabras:

—Vade retro, hija de Satanás, que no me has de amargar una empresa tan trascendente.

Rióse a esto la Chupetera y encaminóse a donde estaban don Cipote y su cipote, haciendo honor a su apodo en los minutos posteriores. Salió la moza y don Quijote quedó muy corrido, mas tomó la determinación de que tal incidente no había de turbar la empresa que al castillo le había traído, por lo que pasó la noche sin más incidentes.

Avisado el castellano de los azares de la noche, determinó dar a don Cipote la orden de caballería, y así, se desculpó de la insolencia de la Chupetera. Díjole que todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial de la orden. Todo se lo creyó don Cipote, el castellano trujo luego un libro con estraños grabados de caballeros y damas en las más diversas posturas, se vino adonde don Cipote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y, haciendo como que decía alguna devota oración, alzó la mano y diole sobre el cuello una enorme colleja, y tras él, un tremendo y gentil garrotazo, siempre murmurando entre dientes, como que rezaba. Hecho esto con gran contento de don Cipote, llamó a la Chupetera, que le acomodó el cipote, de nuevo descabalado, y le habló con estas palabras:

—Dios haga a vuesa merced muy venturoso caballero y le dé ventura en todas lides.

Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora don Cipote de verse en su motocarro y salir buscando las aventuras que le hicieren famoso en los venideros siglos.

domingo, 2 de octubre de 2011

Don Cipote (capítulo segundo)


Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso don Cipote

En hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efecto su pensamiento, y así, sin dar parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día (que era uno de los calurosos del mes de julio), se subió sobre Trepidante, y por una puerta falsa salió a la calle con grandísimo contento. Mas apenas se vio en la calle, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa: y fue que le vino a la memoria que no tenía una mísera moneda en los pliegues de sus calzas. Esta contrariedad le hizo titubear en su propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso apropiarse de la hacienda del primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en las crónicas de la política. Yendo, pues, circulando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo, y diciendo: “¡Oh princesa Chuminea, señora de este cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Vive Dios que he de acometer ese famoso Potorro, de donde habré de arrancaros pura y limpia, como la nombrada Virgen del lugar".

Casi todo aquel día viajó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quisiera topar con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo. Al anochecer, su motocarro se detuvo, y mirando si descubría alguna mansión o chalet de lujo donde recogerse, y adonde pudiese remediar su mucha necesidad, vio no lejos del camino por donde iba un castillo de gualdas almenas coronado por un gran corazón púrpura, que fue como si viera una estrella. Estaban a la puerta dos mujeres mozas, de estas que llaman del oficio, las cuales iban a Sevilla con unos moteros, y que a él le parecieron dos hermosas doncellas, o dos graciosas damas, que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. Las damas, como vieron venir un hombre de aquellas trazas, llenas de miedo se iban a entrar; pero don Cipote, coligiendo por su huida su miedo, con gentil talante y voz reposada les dijo: “Non fuyan las vuestras mercedes, pues mi corazón está ya ocupado por la simpar Chuminea, y no han de temer desaguisado a tan altas doncellas, como vuestras presencias demuestran”.

Contemplábanle las mozas mientras mascaban goma, y se miraban la una a la otra con gran regocijo; como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera, que don Cipote vino a correrse (con perdón) y a decirles: “Es mucha sandez la risa que de leve causa procede; pero non vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante, que el mío non es de al que de serviros”. El lenguaje no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero, acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy adelante, si a aquel punto no saliera el castellano, que hacía negocio con las mozas, el cual, viendo aquella figura contrahecha, se lanzó al suelo entre grandes gritos de alborozo, que a un punto estuvo de perder los cojones, tales eran las convulsiones que a su cuerpo acontecían.

Volviese don Cipote a las mozas, y les dijo con mucho donaire:

Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido,
como fuera don Cipote
cuando de su aldea vino;
doncellas curaban dél,
princesas de su pepino.

Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa. “Cualquiera yantaría yo”, respondió don Cipote, porque a lo que entiendo me haría mucho al caso. A dicha acertó a ser lunes aquel día, y no había en todo el lugar sino unas raciones de una legumbre llamada altramuz, que en otras partes llamaban chochito. Pusiéronle la mesa a la puerta del castillo por el fresco, y trájole el huésped una escudilla de chochitos, y un pan tan negro y mugriento como sus ropas. Don Cipote estaba a sus anchas, y con esto daba por bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era verse con la faltriquera vacía, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura sin tener bien cubiertos los riñones.

sábado, 1 de octubre de 2011

Don Cipote (capítulo primero)


Que trata de la condición y ejercicio del famoso pirado don Cipote de la España

En un lugar de la España, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un pirado de los de barbas hasta el suelo, mirada ambigua, botellín de Cruzcampo y chucho ladrador. Tenía en su casa una ama que pasaba de los noventa, y una sobrina buenorra y algo descarada, y un mozo chapucero que así cazaba un chochín como palmeaba las posaderas de la sobrina. Es de saber, que este sobredicho pirado, los ratos que estaba ocioso se daba a escuchar las palabras de los políticos, y con éstas y semejantes razones perdía el pobre el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mismo Cánovas, si resucitara para sólo ello.

Tuvo muchas veces competencia con el alcalde de su lugar (que era hombre docto graduado en la escuela del pelotazo), sobre cuál había sido mejor político, Felipín de Sevilla o Aznarín de España; mas maese Francisco, concejal del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero caudillo de las Galicias. En resolución, él se enfrascó tanto en la política, que se le pasaban las noches leyendo peródicos, y así, del poco dormir y del mucho leer, y de entender las felonías cometidas por los servidores públicos, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio, y vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo desfaciendo todo género de agravio provocado por senadores, presidentes, ministros, alcaldes y demás gentes de parecida ralea , y poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.

Y así con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa a poner en efecto lo que deseaba. Fue a ver a su garaje, y allí encontró un motocarro, que aunque tenía más años que su excelencia la duquesa de Alba, y más bollos que el yelmo de don Quijote, le pareció que ni un Ferrari con él se igualaba. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría, y así después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Trepidante. Puesto nombre y tan a su gusto a su montura, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento, duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Cipote. Pero acordándose que el valeroso Aznarín no sólo se había contentado con llamarse Aznarín a secas, sino que añadió el nombre de su reino que creía era de su entera propiedad, así quiso, como buen pirado, añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse don Cipote de la España, con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.

Puesto así su nombre, se dió a entender que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien enamorarse. Fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza de oficio antiguo como el hombre, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende, ella jamás lo supo ni se dio cata de ello, ocupada como estaba en sus menesteres. Llamábase Alfonsa Garbanzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Chuminea del Potorro, porque era natural del Potorro, nombre a su parecer músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.