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lunes, 6 de agosto de 2012

Apuntes (173): ¡Mierda de democracia!


Conversación pillada en una papelería de Rota entre un niño de unos diez años, cresteado con esmero e imaginación, y su padre, a juego con el niño: —Opá, ya mizmo va a habé que i comprando laz coza der cole. –Ji, niño, pa lo que a ti te zirven, pa pazearla de caza ar cole... –Pero azín ar meno puedo i ezcribiendo argo…

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Conversación entre mi hijo Jaime y un amiguito de la playa ayer por la tarde: —¿Y por qué tienes tantas ganas de ir a Sevilla? —No voy a Sevilla, voy a Alájar. —¿Y eso qué es? —¿No lo sabes? —No. —¿Conoces Aracena? —No. —¿Y Huelva? —Sí, eso me suena. —Pues está cerca. Bueno, para que te hagas una idea: ¿Sabes lo que es el jamón?

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Dilema moral anticipado: a la vuelta del verano el país va a arder con huelgas, manifestaciones y marchas al sol. Ya sabemos que quien tiene poder de convocatoria son los sindicatos; yo, que odio con todas mis fuerzas a los políticos actuales por ladrones e incompetentes, pero que odio aún más a los sindicatos por ladrones, incompetentes y cínicos, ¿deberé secundar estas protestas? Haga lo que haga, saldré escaldado. ¡Mierda de democracia!

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Y aún más: la oposición sacará pecho y atacará al gobierno actual con el argumento cínico, demagógico y vomitivo de que están destruyendo el Estado de Bienestar que ellos montaron, y los caciques vitalicios de Andalucía salen con que van a tener que cerrar no sé cuántos hospitales y colegios. Y claro, si yo ataco al gobierno de impresentables que tenemos me alineo con estas hienas despreciables. ¡Mierda de democracia!

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Alájar, dulce Alájar.

viernes, 3 de agosto de 2012

Apuntes (171): La mosca y el tiempo


A los agoreros que dicen que se nos acaba el tiempo, les respondería que ahora es cuando el tiempo va a empezar a contar.


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Cuando empezamos a mirar hacia fuera para buscar la causa de nuestros males, la situación tiene visos de no tener cura.

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La principal tesis de Weber en su obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo es que el espíritu de la Reforma favoreció el desarrollo del capitalismo industrial, mientras que los países de religión católica no se preocupaban del lucro. Y claro, automáticamente me viene a la cabeza la figura de Angela Merkel, hija de un pastor luterano.

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La mosca de Monterroso es una alegoría de la muerte, que transporta en sus alas el tiempo inexorable y nos recuerda que un segundo vale por toda una vida.

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Última moda playera: el bañador-pañal. Consiste éste en una prenda a modo de calzonas de corredor de fondo, se supone que impermeables. La gracia consiste en no dejar que los bordes caigan rectos sobre las piernas, para lo que se remeten por dentro formando un pliegue imposible de mantener durante mucho tiempo,  y que hace parecer al bañista (los he visto que superan holgadamente los 70 años) un enorme bebé de pañales floreados.

viernes, 29 de julio de 2011

Apuntes (119): Palabras perdidas


Hace unos días vimos en la playa por la tarde a una gaviota que llevaba en el pico un enorme trozo de pan. Pasó sobre nuestras cabezas en vuelo rasante, seguida por tres o cuatro compañeras, y se dirigieron al mar a una velocidad vertiginosa. A pocos metros de la orilla una de las perseguidoras le dio caza, embistiéndole con las garras, y el trozo de pan cayó al mar, al tiempo que tres pájaros hambrientos se sumergían detrás de su cena.


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El acontecimiento más sencillo, si se observa bien, es una fuente de disfrute y de admiración. El paso de las nubes por el horizonte como un trampantojo de algodón; los pájaros planeando al atardecer, dejándose llevar por el viento de poniente; un cangrejo encerrado en el cubito de un niño, moviendo sus ojos saltones; un niño pequeño que ensaya unos pasos en la arena, y cae, y se ríe; o el disco rojo del sol bajando poco a poco en el horizonte, hasta que de improviso se hunde en los abismos de la tierra, dejándonos sin habla.

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A veces me quedo sin palabras, y entonces las busco desesperado, como si no pudiera vivir sin ellas.

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Después de muchos días grises, se levantó de su silla, abrió los postigos de su ventana y dejó que la luz penetrara hasta el último rincón de la habitación, con la esperanza de que el blanco radiante de la mañana de verano taponara con su juventud impetuosa los resquicios escondidos de la enfermedad terrible.

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Escribo de madrugada cansado pero lúcido. Busco en el silencio la inspiración olvidada, a duras penas recobrada; los poemas perdidos en el abismo de la duda.

domingo, 17 de julio de 2011

Apuntes (116): La habitación del tiempo


Hace tiempo que no existe el corazón de las tinieblas; los viajes que nos quedan por hacer estarán siempre iluminados. Congo, Mekong, Orinoco… holladas sus orillas por esclavos del hambre y turistas del infierno. Como dijo Zweig hace tiempo, las únicas exploraciones que el hombre puede ya acometer son las que conducen a su propio interior. Al fin y al cabo de eso hablaba Conrad, y eso nos mostró Coppola.

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Las gaviotas han perdido el miedo a las personas, y al atardecer aterrizan a escasos metros de la gente, paseando con descaro por la playa para picotear los despojos de de la glotonería dominguera. Recuerdo que antes sólo las veía en el mar, pescando lejos de la orilla, y no me cansaba de verlas zambullirse en el agua para emerger con un pez en la boca. Ahora parecen más bien esos pájaros siniestros de la película de Hitchcock, y se me eriza el vello al verlas volar sobre mi cabeza.

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La lectura predispone el ánimo para la escritura, aunque hay que cuidarse de tomar prestado sólo el ánimo, y no el espíritu de lo que se lee.

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Cada vez he ido descubriendo más poesía en los diarios de Trapiello, o quizá es que el último volumen que leí, Las inclemencias del tiempo, es más poético que los demás, bien porque los años que narra fueron especialmente fecundos e inspiradores, o porque cuando los pasó a limpio, en 2001, procuró dotarlos de cierto vuelo lírico. Además, no zahiere a nadie: sus críticas son constrructivas, sin ensañarse; se diría que este diario respira humanidad por los poros del papel en que está impreso. Si hubiera empezado a leer el Salón de pasos perdidos por este volumen, tendría una imagen muy distinta de don Andrés (en el libro comenta que le gusta que le hablen de usted). Lo que esto viene a probar es nuestra multiplicidad: somos personas distintas en función del tiempo que habitemos.
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Hoy he conseguido leer en la playa un capítulo entero de un libro. Para que luego vengan unos enteraos y digan que en la playa es imposible leer...

sábado, 16 de julio de 2011

Primer día de playa


Como todos los años desde hace cuarenta y cuatro he puesto rumbo a cierto pueblo costero de la provincia de Cádiz, invadido en su día por los americanos, que llegaron en plan Mr. Marshall, poblado en las vacaciones de mi infancia por unos pocos veraneantes que teníamos toda la playa para nosotros, y convertido hoy en una bulliciosa urbe que se ha ido expandiendo a base de chaleres adosados, plantados en lo alto de las dunas ante la mirada horrorizada de los camaleones.

Mis primeras impresiones son desalentadoras. La fauna que ya observé el año pasado, lejos de menguar, ha proliferado hasta unos límites intolerables. Llegué esta mañana acompañado de mi familia enarbolando la sombrilla y las sillas playeras y me hice con un sitio bastante amplio, como con unos cinco metros a la redonda. Pero poco a poco nuestro espacio vital se fue reduciendo a cuatro, tres, dos, un metro, hasta que un espécimen audaz colocó su sombra tangente a la mía, y por si fuera poco llegó un cuñao con una mesita plegable llena de viandas y litronas de cerveza, acudieron de no se sabe dónde muchos más cuñaos, y en un periquete mi sombrilla era una ínsula rodeada de jaimas, toldos, suegros, suegras y cuñaos, muchos cuñaos barrigones, cada uno con su botellín de cruzcampo en la mano.

Yo pensaba que este año, con la crisis, la playa estaría mucho más vacía, pero sorprendentemente está el doble de llena. Alguien me ha apuntado que, al haber menos dinero, hay menos gente con pisos alquilados y muchos más que vienen a pasar el día, en plan dominguero o sabadero. Puede que no les falte razón, pues al volver la vista al chiringuito me lo encontré vacío, pero digo yo que la gasolina cuesta un dinero, y mantener el coche, y las litronas de cerveza, y los tatuajes triangulares en la rabadilla de las niñas buenorras, y los cadenones de oro de los cuñaos más ostentosos. En fin, para mí sigue siendo un misterio insondable el contraste entre los números pavorosos que anuncian la crisis con la realidad observable en la calle de baretos llenos y niñatos con coches tuneados.

Si el año pasado se nos perdió Jaime, éste se ha perdido Ignacio. El pobre se despistó al volver del agua, y no fue capaz de localizar nuestra sombrilla entre el bosque umbelífero en que se había convertido la arena. Lo encontró una señora, que lo entregó a los de Protección Civil. Cuando se encontró conmigo, el pobre estaba serio, sin llorar, como reprochándome no haberle cuidado lo suficiente. Lo cierto es que ya vamos teniendo experiencia en este tipo de situaciones. No diré que nos pudimos relajar un rato con la falta de Ignacio, sabiendo que antes o después estaría en buenas manos –todo se andará-, pero tampoco nos agobiamos demasiado, después de la experiencia de perder también a Jaime en la calle del Infierno, que como todo el mundo sabe está llena de gitanos campistas cuya principal ocupación es robar niños.

Si fuera por mí, ya he tenido bastante playa por hoy, pero cualquiera dice a los cuatro fieras que esta tarde no hay playa. Hasta han inflado una barquita de plástico con la que dicen que van a pescar peces provistos de una red camaronera. No he querido quitarles la ilusión, pues es lo más preciado que tienen.

Seguiremos informando.

domingo, 25 de julio de 2010

Domingo playero


Desde muy temprano el domingo empiezan a llegar a la playa los señores y señoras domingueros y domingueras, ellos con sus mondongos y ellas con sus domingas. Se trata de un día especial en que la playa se viste de sombrillas multicolores, jaimas dignas del rey de Abisinia, suegras, cuñaos, neveras portátiles, tupergüeres, abuelitas, niños de todas las edades, y todos ellos distribuidos en clanes compuestos por varias familias que ocupan cientos de metros cuadrados impenetrables para los que no pertenecen al clan.

Desde muy pequeño me ha fascinado ese espectáculo dominguero, y lo he disfrutado desde mi aburrida sombrilla unifamiliar. Lo que más me llamaba la atención era la capacidad de esos sujetos para comer. Cuando yo llegaba a la playa a las once de la mañana estaban comiendo; me subía a las dos y seguían comiendo los tíos. Al bajar a las cuatro estaban liados con la tortilla de patatas, y a la hora del partido de fútbol en la arena mojada, a eso de las ocho y media de la tarde, la mayoría de ellos seguían con sus sombrillas desplegadas y las jaimas de paredes transparentes sin desmontar dando cuenta de los postres. ¡Venían a la playa a comer! Es algo que no me cabía en la cabeza; para eso que se quedaran en su casa, pero yo creo que lo que les gustaba era comer tortilla con arena, filetes empanados en arena, ensaladilla de arena, y así todo. Es una sensación que no se puede tener en la ciudad, donde es difícil conseguir tanta arena.

Y no digamos la bebida: cienes y cienes de litros de cerveza, y el agua ni la prueban. Como mucho tinto con casera. El truco para no emborracharse es ingerir ingentes cantidades de comida, que se “chupa” todo lo que beben. Así lucen esos barrigones, ellos y ellas. Hasta la hija postadolescente que suele acompañarles y retoza aburrida y rebozada en la arena está bien entradita en carnes.

Se pueden contar muchas más cosas de los entrañables domingueros: la abuelita que sientan en una silla y se queda allí inmóvil toda la jornada, como la abuela de Psicosis; las conversaciones de fútbol entre los cuñaos, los tatuajes cada vez más frecuentes incluso entre los señores bien entrados en años (¡cómo pasa el tiempo!), el despliegue de mesas plegables, que se juntan y parecen un tablao flamenco, y muchas otras cosas más que los hacen imprescindibles. Los domingos de playa no serían los mismos sin ellos.

miércoles, 21 de julio de 2010

Fauna playera


El chuloplaya
: también llamado pecholobo, este espécimen es fácil de distinguir. Va ataviado con un bañador marking-paquete y jamás usa camiseta para poder lucir sus trabajados músculos. Si uno se fija detenidamente descubre que lleva una prótesis debajo del bañador. Normalmente es un calcetín enrollado, de ahí que jamás se bañe.

Los jartibles de las palas: estos sujetos o sujetas acuden a la playa exclusivamente para golpear una pelotita en un tuyamía que no tiene fin. Lo demás no les importa en absoluto. Ellos visten bañador de flores sin camiseta, y ellas bikini a juego con el bañador de su partenaire. Es especialmente interesante observar el vaivén de sus domingas cuando corren en pos de la pelota.

El dominguero cervecero: este sujeto llega a la playa, jinca el culo en el nylon y ya no hay quien lo mueva de allí. La silla se sitúa estratégicamente al lado de la neverita portátil, de la que extrae una a una las latas de Cruzcampo a una velocidad pasmosa. Normalmente actúa en compañía de uno o más cuñaos.

Las tías en top-less: se dividen en dos categorías: aquéllas que no se sabe cómo no tienen vergüenza de enseñar sus huevos fritos y las otras, que son las que interesan, que milagrosamente apuntan los pitones hacia arriba. Pueden ser con relleno o sin relleno, pero últimamente la silicona se va imponiendo.

Los niños-croquetas: tienen entre 7 y 12 años, algo entraditos en carnes, y dedican toda la jornada de playa a revolcarse en la arena cerca de la orilla, de modo que uno no sabe si está viendo un niño o una ortiguilla de Chipiona bien fritita.

La parejita de tortolitos: cuando llegan a la playa extienden su toalla –una sola- y se tumban en ella muy juntitos. Al poco tiempo comienzan las carantoñas y los besitos, y cuando la cosa se pone más seria él se coloca boca abajo y ella le da a él besitos en el cuello y en la orejita, y le susurra palabritas. Si nos fijamos detenidamente el cuerpo de él levita levemente a la altura del ombligo, como si una palanca hidráulica tirara de él hacia arriba. Nuestras sospechas se confirman cuando abandonan la playa bien entrada la tarde y comprobamos que en el lugar que él ocupaba parece que alguien ha clavado una sombrilla.

La parejita pornográfica: es una versión evolucionada de la anterior. Comienzan igual, pero pronto se dejan de tonterías. Ni besitos ni susurros. Él no se coloca bocabajo, sino bocarriba, y ella se abalanza rauda en lo alto, le mete la lengua hasta el colodrillo y permanecen así unos minutos. Después le mete mano disimuladamente, detalle que al buen observador no le pasa desapercibido, y el bultaco comienza a hincharse. En ese momento ella se sienta a horcajadas con una sonrisa picarona que él no puede corresponder, tan concentrado está en lo que pasa. Si no fuera por el bañador ella saldría disparada hacia arriba.

Los niñatos de la pelotita: suelen actuar en manadas de unos veinte individuos. Hacen unas porterías con montículos de arena y montan un partido de fútbol en menos que canta un gallo. Les súa la polla que haya gente paseando, o niños jugando, ellos a lo suyo. Se cuenta como gol tanto pasar la pelota entre los dos montículos como pegar un balonazo a una vieja en tor bebe. Alguna vez he tenido que retirar a mis retoños ante la visión de una pelota viniendo hacia ellos y quince tíos detrás en estampida, pero en el fondo los comprendo; no hace tanto que yo era uno de ellos.

El mirón playero: existen dos categorías: el que mira por vicio, que espera con fruición el momento de bajar a la playa para marcar a todas las tías que se le ponen a tiro, y el mirón por aburrimiento, como yo por ejemplo, que ante el coñazo que supone un día de playa se dedica a clasificar especímenes para su blog.

No-lecturas playeras


Dicen que el verano es la mejor época para leer. Se supone que la playa es ideal para esta actividad tan placentera, que el resto del año cuesta trabajo cultivar debido al estrés laboral. Así, observo las sombrillas llenas de señores y señoras enfrascados en sus lecturas de un libro, un periódico, una revista o un folleto del Carrefour. Yo tengo una teoría: todos fingen descaradamente. En la playa es imposible leer, y el que diga lo contrario miente.

Todas las mañanas me bajo con mi flamante periódico encartado en la silla de playa y cuando pongo la sombrilla y me siento me dispongo a leerlo. Pues ahí se queda el intento, en la disposición. Enseguida los niños empiezan a hacer hoyos en la arena que amenazan seriamente la solidez de los cimientos de la sombrilla. Ya os podéis imaginar dónde van a caer las paletadas de arena: justo en lo alto del periódico. Muy pronto se aburren de los hoyos y quieren ir a bañarse, y allí que voy yo con mi silla a la orilla a continuar (mejor dicho a empezar) la lectura. Resulta imposible: llamadas de socorro, conatos de ahogamiento, pares y pares de zarpas mojadas en el periódico… Consecuencia: cuando el periódico regresa a casa al mediodía se ha convertido en una empanada de letras con agua y arena.

Se puede argüir que esto me pasa a mí porque tengo niños pequeños, pero estoy en condiciones de afirmar que no es cierto. Os imaginaréis que yo también he sido listo, sin niños y sin cargas, y tenía todo el tiempo para mí. Antes de empezar a trabajar me pasaba tres mesazos seguidos en la playa, y desde luego aprovechaba para leer mucho. Las obras casi completas de Dostoyevski, sin ir más lejos. Pero me las leía en casa, no en la playa. Y bien que lo intentaba: todos los días me bajaba con el libraco de Crimen y Castigo, pero nada. Uno que llega a la sombrilla y me invita a dar un paseo, otro que por qué no nos bañamos, mi madre… “niño, no leas tanto que se te va a caer el pelo” (¡Qué razón tenía!) y el libro de Dostoyevski en la misma página. Eso sí, llenito de arena.

Así que ya sabéis: si estáis de vacaciones y veis a alguien muy interesado en un libro a la orilla del mar es un farsante. Seguramente se trata de un parapeto para observar a las tías en top-less o a las amigas buenorras de sus hijas. Mucho aire de intelectual, pero na de na. Habría que ver si más de uno sólo tiene las tapas y el título bien grande, para dar el pego.

lunes, 19 de julio de 2010

Inspiración playera

He pasado unos días sin atender el blog y ahora, con la vuelta a las andadas, me encuentro con que de nuevo debo inspirarme todos los días. Menudo coñazo eso de inspirarse, con lo tranquilo que andaba yo dejando pasar el tiempo, leyendo un libro o paseando, sin tener que fijarme en cada detalle a ver si me servía de inspiración para un poema o al menos para un texto ingenioso que colgar en el blog. El trabajo del inspirante es muy sacrificado, os lo aseguro; el que lo es lo sabe. Siempre hay que andar en guardia, y con libreta y bolígrafo cerca, o un teclado de ordenador. No es cuestión de dejar pasar un ramalazo de las musas, esas señoras que parece ser que existen y visitan a los artistas. ¿Quién cree esas patrañas? Es una mentira: uno no está expectante, vienen las musas y le inspiran, sino que se dice: "Uff. Ya va siendo hora de que escriba algo, que llevo todo el día haciendo el vago. A inspirarse tocan". Y entonces empieza la concentración, pensar intensamente en algo, aunque sea en las musarañas, coger un papel o una pantalla, como es mi caso, y empezar a escribir con oficio. A las musas hay que violarlas, como me dijo un día mi amigo Jurado. Un poco bestia, pero es así.

La playa no es el mejor sitio para inspirarse, como estoy comprobando estos días. Baja uno con los niños tempranito por la mañana y a eso de las 12 se agolpan miles de sombrillas en una franja de un par de metros; mira que esta playa es grande, cien metros más de arena hasta el paseo marítimo, pero lo suyo es estar todos juntitos, oliendo la crema bronceadora del vecino.

No deja de sorprenderme que en el agua y paseando por la orilla se encuentra uno a cantidad de gente en paños menores. Estamos ya acostumbrados, pero no puedo evitar pensar qué sucedería si me encontrara a más de uno (o sobre todo una) vestidos de tal guisa por las calles. Algunas visiones me paralizarían y entraría en trance erótico, pero ante otras huiría despavorido. En la playa, sin embargo, lo vemos todo natural: la abuela de ochenta años con el biquini de croché y la tía buenorra en tanga con medio culo tatuado con el conejito de playboy. ¡Las cosas que dejamos ver a los niños! Y después en casa sólo les permitimos ver Bob Esponja. ¡Hay que ser hipócrita!

Ante semejante panorama es imposible que me inspire. Estoy tan confundido y obnubilado que mi capacidad de pensar se atrofia y, por ende, la de escribir. En esas condiciones sólo se puede sentir, y casi siempre es asco lo que siento. Podría escribir un poema sobre la decrepitud del cuerpo humano una vez pasada cierta edad, lo efímera que resulta la belleza (siempre adivino en las carnes adolescentes las opulencias futuras llenas de manteca colorá), los niños llenando y vaciando el agua de los cubitos, como el de San Agustín pero pegando alaridos, o sobre cualquier otra entrañable escena que se vive en nuestras costas los meses veraniegos, pero no sé por qué no me animo. Es como si la playa me trajera hastío, unas ganas terribles de no hacer nada pero a la vez un creciente estupor anta la raza humana, a la que pertenezco.