martes, 24 de julio de 2012

Del espacio, el tiempo y el destino


El hombre habita un espacio; al menos eso nos indican nuestros sentidos. El espacio que habitamos es la referencia más evidente que tenemos del discurrir de nuestra vida, y está formado por una porción más o menos grande del planeta Tierra, con una diversidad asombrosa, aunque por lo general nos movemos en un tramo muy reducido, incluso hoy en día con las posibilidades de viajar rápidamente. Sabemos también que hay otros espacios fuera de nuestro planeta, en el Universo, en forma de estrellas, otros planetas, satélites, galaxias, agujeros negros… Poco a poco y gracias a la ciencia vamos conociendo la amplitud y características del espacio universal, pero estamos muy lejos de habitarlo, si es que alguna vez lo haremos. Pero no quería hablar hoy tanto del espacio como del tiempo, esa otra dimensión presente en nuestra vida y a la que no se le suele prestar la debida atención. Muchos, sin reflexionar lo suficiente, piensan que el tiempo nos atraviesa, como si fuera algo que “pasa”, y deja su huella implacable sobre nosotros. Sin embargo, ello no es así: el tiempo es una dimensión más, igual que la dimensión espacial, pero con una función distinta en nuestra vida. Imaginemos una larga cinta transportadora de las que hay en los aeropuertos. Esa cinta sería el tiempo, y nosotros los pasajeros que transporta. En el inicio de la cinta van subiendo pasajeros, que serían los seres humanos que nacen. Supongamos que junto a la cinta hay unas marcas de longitud, de modo que cada metro recorrido supone un año de vida, y en el momento de la muerte se abre un agujero negro a los pies del viajero, que lo engulle. Así, un hombre que muriera a los 70 años vería cómo a los 70 m de recorrido de la cinta un agujero negro se abriría a sus pies, y si una mujer que nació exactamente el mismo día que él llega a los 100 años el agujero se le abriría a los 100 metros. Esta magnitud temporal tiene también una particularidad, y es que los que se van incorporando a la cinta (los que van naciendo) tienen noticia de lo acontecido a muchas personas que murieron antes que ellos. Por ejemplo, el agujero que se tragó a Napoleón se abrió hace casi doscientos años; es decir, se puede vislumbrar aún, abierto, a 200 metros, y nosotros sabemos lo que ocurrió a Napoleón en su viaje, y las consecuencias que tuvo. Como la cinta es infinita, se puede vislumbrar más lejos, a kilómetros (cada kilómetro es un milenio), pero la información que tenemos de fenómenos lejanos se va haciendo más escasa. Tenemos, pues, una cinta en donde vamos subidos (el tiempo), y un paisaje que rodea a esa cinta (el espacio), pero de ningún modo nos debemos mantener quietos mientras viajamos, sino que circulamos por ese espacio, donde nos relacionamos con otros seres, aunque vayan por delante y por detrás de la cinta. Lo que nunca podremos hacer es alcanzar a averiguar qué sucede no más allá de la cinta, que al fin y al cabo es un tiempo abarcable, sino por debajo de la cinta, dentro del agujero negro que se abre una sola vez para cada uno de nosotros. Y tampoco sabemos nada de otro “momento” no menos tenebroso e inquietante: lo que acontece antes de subirnos en la cinta, antes de nuestro nacimiento. La cinta va avanzando implacable, infinita, pero en su origen aparece por debajo una cinta nueva donde se suben los recién nacidos. ¿De dónde viene esa cinta? ¿Hay alguien ahí? ¿Está conectado de algún modo ese origen con los agujeros negros de la muerte?

Con nuestra razón, que es la única herramienta que nos ha sido concedida, podemos saber dónde estamos, cuándo nacemos, cuántos años han transcurrido desde que nacimos. A partir de ahí surgen todas nuestras ciencias; surge el arte, se desentrañan los misterios de la vida. Pero siempre quedarán otros misterios a donde no podremos acceder; unos lugares a los que el hombre siempre ha viajado con su imaginación, o con sus creencias especulativas. Hay una enorme región que está más allá de cien metros de cinta, un infinito aterrador que no sólo acecha tras nuestra muerte, sino que se cierra amenazante justo cuando nacemos a la vida. Es la “no vida”. Precisamente ahí es donde está nuestro destino.

4 comentarios:

Blimunda dijo...

Esto mismo, Ridao, que tú tan bien cuentas lo ví muy claro en "El curioso caso de Benjamin Button". La pelicula varia un poco del relato de Scott Fitzgerald, pero es una excelente reflexión sobre la aparente linealidad del tiempo.

(Y que sepas que me ha dado yuyu el agujero negro de tu cinta)

Un abrazo.

Martín López dijo...

Quizás el momento de la muerte sea el de la necesidad, y el del nacimiento el de la libertad. Ambos igual de pavorosos, por incomprensibles.

yo otravez dijo...

también crees que es un ciclo

José Miguel Ridao dijo...

Blimunda: Ni he visto la película ni leído el libro, seguiré tu recomendación con el lbro, gracias.

Martín: a nadie se leocurre que el momento del nacimiento sea pavoroso, pero eso es porque lo ven en el pasado, y n en el futuro como la muerte. Al fin y al cabo la vida se acaba hacia los dos lados. Nunca había visto el nacimiento como libertad.

Ciclo o no ciclo, quién lo sabe. El eterno retorno es una quimera.

Abrazos.