L'amour est plus fort que la mort. La mort est impuissante à rompre les liens avec l'être aimé.
Gabriel Marcel
El cuaderno de José Miguel Ridao
¿Recuerdas aquellas mariposas blancas
en el patio de Alájar, una tarde
cuando aún había luz en esa casa
y los niños jugaban, nuestros hijos,
iluminados ante tanto amor
resplandeciendo en nuestros rostros plácidos?
He vuelto al patio, no sé bien por qué.
La luz ya no es blanca, no hay mariposas
blancas, ni siquiera se oyen las voces
de los cuatro niños. ¡Hemos cambiado
tanto desde entonces! ¿Cómo les digo
que nunca volverán aquellos días?
¿Cómo hago para volver al patio
cada noche y fingir que no me importa
que ya no estás, que no es algo que piense
a cada instante por la eternidad?
La muerte de tu compañera te ha enterrado en vida. Ellos pueden seguir, porque tienen una vida que vivir, pero tú lo fiaste todo a una carta milagrosa que te sonrió con una luz abrumadora para luego apagarse poco a poco hasta desaparecer, metiendo el frío eterno en tus entrañas. Et lux perpetua luceat eis, pero no estaré yo allí para calentarme.
Dum vita est spes est. Hace ya tiempo que no hay vida, y te engañas si crees que hay esperanza. De nada sirve esperar; como mucho para que pase el tiempo y no cure las heridas. La sangre mana a borbotones, pero la vida aún no se extingue.
Dies irae, dies illa. Quantus tremor est futurus.
El terror está en el presente, cuando el tiempo se paró para siempre.
Dormir sin que un perro rabioso
te arranque las entrañas.
Despertar cada noche mil veces
y alargar el brazo hasta tocarte.
Nunca tener miedo, porque juntos
éramos invulnerables.
Mirar atrás, delante y a los lados
y comprobar que el sol iluminaba
por todas partes nuestra vida.
Y nunca temer a la muerte,
ni siquiera cuando llamó a la puerta
y entró para quedarse con nosotros,
fría, muda, insistente,
y le hicimos un huequito
en nuestra dicha inocente,
hasta el día en que por fin
te arrebató a la fuerza de mi lado,
cumpliendo lo anunciado,
sin sorpresas,
para siempre.
La felicidad era eso,
tu presencia iluminada,
tu cuerpo enamorado,
los ojos que me hablaban
cuando tu voz ya no se oía.
La felicidad eras tú.
No creas que te has ido de mi lado,
te tengo a cada instante en mi retina,
me aferro sin querer, desesperado,
a tu rostro perdido en la neblina.
Jamás podré llenar lo que has dejado,
mi cuerpo llorará mientras camina
hacia el negro lago al que has llegado,
Euridice querida, alma divina.
No temía a la muerte ni a la vida
hasta la noche trágica en que vi
que la eternidad no era para tanto.
Sé que el tiempo no cura esas heridas,
y en el momento en que te conocí
se puso en marcha el contador del llanto.
No sólo el primer beso,
ni la primera mirada embelesada,
ni aquella sensación indescriptible
de haber por fin llegado a casa
después de tantos años perdido.
Llegó el amor y lo atrapamos al vuelo,
y lo vivimos,
y dio sus frutos,
y no podíamos concebir la vida sin el otro.
El amor era una dicha infinita,
la bendición de unos dioses improbables
caída no sé de dónde, pero cierta,
la fuente en que bebimos todos estos años.
Ahora que te has ido me falta el aire,
he llorado todas las lágrimas,
la vida se me ha escapado desde dentro
y ya no quiero recobrarla,
porque no estás
ni volverás,
pero el amor es el mismo,
el mismo aumentado de tamaño.
Cuanto más grande es el dolor más crece.
Ahora he comprendido su grandeza.
El amor era también eso, el sentimiento desgarrado
de perderte,
de no hallarte más que en el recuerdo.
Uno tiene mucho ganado en la vida si sabe lo que puede esperar de los otros, aprovecha todo lo que estos le pueden ofrecer y jamás espera nada de quien nada tiene que dar. A cambio, nos acercaremos a la felicidad si repartimos a manos llenas nuestros mejores dones, porque estos son inagotables y la felicidad del prójimo es la nuestra.
Por fin he desenmascarado la ingeniosa farsa que me ha mantenido vivo, me alegro infinitamente. Me ha costado, era cuestión de tiempo. Ahora que han acabado los engaños, que se ha desnudado la verdadera dimensión de la tragedia, ahora que por fin están excluidas del vocabulario la esperanza y, sobre todo, la ilusión, es cuando urge finalizar la tarea sagrada para poder partir cuanto antes.
Si no vas a abrazarme, si no me vas a besar, al menos cógeme de la mano. Nada ha cambiado, todo está ya claro, pero mira qué gesto tan inocente. Para mí lo es todo, y ahora mismo has de ser tú, no me preguntes por qué. Me comprometo a que a nada comprometa. Lo necesito, estoy perdido. A lo mejor después sigo andando yo solo, o me abraso y pierdo esa mano, pero es que no la necesito, de verdad, lo mismo que tantas otras cosas que ya no tienen sentido. Dirás — con la boca chica — que vaya tontería, cogerme de la mano. Si tú supieras lo que se puede decir a través de la piel, aunque sea ese trocito de piel tan sensible... entonces seguro que no te atreverías.
¿Qué es la muerte? Me decía
instalado en el amor más puro.
Un tiempo detenido para siempre,
la incapacidad de sentir.
Quizás unas reminiscencias volátiles
de nuestro cariño inmortal.
¿Qué es la muerte? ¿Acaso pone fin
a esta dicha milagrosa?
¡Qué fácil es pensar en ella
cuando se es joven,
o cuando se es joven pero sano,
o cuando se está enfermo pero aún se está,
o más aún, cuando eres tú quien está enfermo!
Y si tu amada languidece y estás al pie del lecho, incluso entonces puedes aguantar,
preocupado y feliz
—yo lo hice —.
Pero al dar su último suspiro
—y ella lo dio, muy fuerte, una noche de mayo —
entonces uno entiende, de golpe,
¡QUE LA MUERTE ERA ESO!
como si nunca hubiera estado ahí, agazapada.
Es tiempo de silencio,
de volver a lo más puro
y olvidar errores,
malentendidos,
parlamentos con esfinges
que no te cuentan nada.
Tan fácil como hablar,
aunque siquiera sea
para decirlo en tres palabras.
Es tiempo de silencio,
de seguir con el alma desnuda
pero a cubierto,
pensando en ti a cada momento,
dando su sitio a cada uno,
adorándote por siempre, vida mía,
porque tú nunca me fallas.