domingo, 23 de noviembre de 2014

Cosecha de otoño



No se ha dado mal la cosecha esta mañana. Gallipiernos enormes, chantarelas y algún que otro pinatel. Los niños han disfrutado a lo grande por el bosque, enarbolando sus pequeñas navajas para cortar las setas por el pie. El olor intenso a tierra y a humedad, a suelo primigenio; las hojas mullidas crujiendo bajo las botas, los gritos entusiasmados de los chiquillos al divisar un parasol lejano en la pradera al otro lado de la cerca. Las pequeñas gotas resbalando por nuestras capuchas; la felicidad de una mañana de noviembre que ya es vieja, y que vengo a retratar en la distancia de la capital para que nunca se me olvide, con la esperanza de que alguno de sus pequeños protagonistas pueda volver a ella en el futuro.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Amigos, el ridáider... ¡Ha muerto!


Parece que fue ayer cuando lo acunaba en mis brazos, recién descendido de las alforjas reales, le introducía por primera vez el cable USB, le cargaba sus primeros libros, sus primeros retoños... Ha sido un fiel compañero estos casi cuatro años, mi apoyo existencial, en él he leído cientos de historias, decenas de miles de páginas, un pozo infinito de sabiduría en el que me he zambullido todas las noches, las más de las tardes... Ha habido momentos duros, como aquella vez que lo olvidé en el techo del coche y salió despedido en la primera curva sin que lo notara, pero un ángel de la guarda me lo devolvió, y siguió acompañándome día a día, sin faltar a la cita. No niego que ya estaba el pobre muy desvencijado, pero aún me servía fielmente como el primer día. Ayer se quedó atrancado en una página de Jaspers, y no lo pudo superar. Quedará esta página para el recuerdo, me habría gustado que fuera de Galdós, o de Dickens, o de Shakespeare, pero uno no puede elegir el momento de la muerte de sus compañeros.



Descansa en paz, amigo, te echaré de menos, no te guardaré mucho luto porque la vida sigue, y yo no vuelvo al papel ni amarrado, pero tú, ridáider, quedarás en mis recuerdos como el primero y el más grande.

sábado, 1 de noviembre de 2014

Idvos


Pone Galdós en boca de la manchega doña Leandra, en Las Bodas reales, el siguiente monólogo impagable:
Idvos, idvos pronto, que yo haría lo mesmo para no volver, si pudiera; este pueblo no es más que miseria con mucha palabrería salpimentada: engaño para todo, engaño en lo que se come, en lo que se habla, y hasta en los vestidos y afeites, pues hombres y mujeres se pegotean cosas postizas y enmiendan las naturales. ¿Qué hay en Madrid?, mucha pierna larga, mucha sábana corta, presumir y charlar, farsa, ministros, papeles públicos, que uno dice fu y otro fa; aguadores de punto, soldados y milicianos, que no saben arar; sombreros de copa, algunos tan altos que en ellos debieran hacer las cigüeñas sus nidos; carteros que se pasan el día llevando cartas... ¿pero qué tendrá que decir la gente en tanta carta y tanto papel?... carros de basuras, ciegos y esportilleros, para que una trompique a cada paso; muertos que pasan a todas horas, para que una se aflija, y árboles, Señor, árboles sin fruto, plantados hasta en las plazuelas, hasta en las calles, para que una no pueda gozar la bendita luz del sol...
Yo había oído iros, íos, irse, hasta creo que Lola Flores espetó al respetable un "si me queréis, irsen" en la boda de su hija Lolita. Todo, menos la expresión correcta idos; pero este idvos es insuperable. Y qué decir de la pierna larga y sábana corta, sabiduría popular admirablemente expresada, o la referencia a la gente que "no sabe arar", como nuestros políticos y banqueros. Ahora no se gasta papel de carta, pero los teclados de los móviles echan humo, y total, para lo mismo, para no decir nada... Pero lo que más me fascina de esta genial muestra etnográfica es el final: lo de los árboles "sin fruto", cómo iba una manchega a entender esto, si los únicos árboles útiles son los frutales: el resto es monte que únicamente sirve para leña. Y es que el arboricidio es cosa muy antigua, y no precisamente de la ciudad, sino de los rústicos, que acabaron con la selva que cubría la península para dejar pasar el sol y, por qué no, hacer sitio a las andanzas de don Quijote. Ante Galdós hay que descubrirse.