martes, 30 de octubre de 2012

1974


Llueve furiosamente, y me recuerda
a ese niño serio que contemplaba el patio desde la galería,
y miraba caer las gotas
violentas, pesadas, una tras una.
Parece mentira que no hagan agujeros en las baldosas.
Un recreo de carreras por los pasillos,
y el agua que nunca dejaba de caer.
Aún sigue cayendo, la oigo claramente.
El agua nunca ha dejado de caer,
ni parará mientras la memoria habite en la infancia y en el tiempo,
el tiempo del primer asombro,
de la primera mirada asustada al infinito.
El esplendor de la lluvia en las baldosas de aquel patio,
la soledad incierta de esas horas
y el vuelo leve de la melancolía.

lunes, 29 de octubre de 2012

Apuntes (182): Tanas



Ayer comimos las primeras tanas de la temporada. Un kilo recién recogido del campo, las únicas que pudo encontrar la familia a la que normalmente se las compramos: aún no han salido muchas; este año ha llovido muy tarde. Si el sol calienta los próximos días, como parece que está haciendo, seguramente saldrán más, y la gente de la sierra se pondrá las botas -en el sentido gastronómico, que vender se venden pocas, no les suele merecer la pena-. 

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En Alájar llaman tentullo a lo que en Aracena le dicen tana. Se trata de la amanita cesarea, una seta fácilmente reconocible por su sombrero de color rojo anaranjado y sus láminas amarillas. No existe posibilidad de error, o al menos eso espero, porque ayer Miguel se encontró una de tamaño respetable en nuestro paseo hacia Castaño del Robledo, y no cabía en sí de júbilo. Es la primera vez que se encuentra una tana, y por supuesto en la cena exigió comerse "su" tana para él solito, y aseguraba que sabía mucho mejor que el resto, que no pasaba de vulgar mercancía comprada. Tanta era su emoción que me hizo probar su seta para que comprobase su superioridad. Dicen que a veces la amanita cesarea se confunde con la phaloides. Yo juraría que no, pero nunca se sabe. ¡Glup!

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En el otoño la "civilización" llega a la sierra: en los seis kilómetros campo a través que separan Alájar de El Castaño nos topamos con hordas de senderistas, algunos de ellos en grupos de unos cincuenta individuos. Se dio el caso que en el último trecho antes de bajar al pueblo, un precioso y tupido bosque de galería, hubimos de echarnos a un lado durante varios minutos para dejar pasar a una de estas cadenas humanas formadas por niños y mayores armados de palos de esquí a modo de muletas, cestas para recoger setas (vacías, por supuesto), bolsas de plástico para las castañas, teléfonos móviles, mochilas, cantimploras... la animación era tal que hasta los pájaros callaban para contemplar su paso.

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Contra la crisis, un día en la sierra.

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Y claro, se dirá que uno se está volviendo un tanto misántropo. No es del todo exacto, pues sólo me sucede con cierto tipo de "ántropos", y en según qué circunstancias. Pero en general sí, y a mucha honra.

miércoles, 24 de octubre de 2012

¡Con la que estaba cayendo!


Il pleut sur la ville... y mi corazón está sequito, de momento, no como el del poeta. Ha llovido a rabiar esta mañana, habría dado gusto oír caer el agua si mis obligaciones laborales y domésticas me hubieran permitido pararme a escuchar, pero ya se sabe que en la ciudad uno se pierde hasta los olores milagrosos que nos trae la lluvia, o se mezclan con el humo y el polvo, lo cuál es peor. Llovía, sin embargo, y mucho, como podía ver a través de los cristales, y sobre todo al salir del trabajo y coger el coche en dirección -Che orrore!- a un centro comercial donde el día anterior habíamos comprado -¡Qué ruina!- cienes y cienes de prendas para toda la familia en una conocida cadena de establecimientos de ropa supuestamente a buen precio, de una calidad supuestamente aceptable, cuyo dueño es ciertamente rico, no hace falta suponerlo, y que a mí, que soy un poco picajoso, no termina de parecerme bien, lo mismo que no me parece bien Apple, será que tengo envidia de las multinacionales de éxito. El caso es que iba allí a eso que llaman "hacer una devolución", por lo que no estaba del todo descontento; si acaso con la escopeta cargada por si me ponían la más mínima pega, que les iba a poner una hoja de reclamaciones que se iban a cagar. Llegaba cargado de bolsas y agarrando como podía el paraguas, que me había sido indispensable para hacer el trayecto desde el aparcamiento hasta la tienda a pie, y no a nado. Llego al mostrador de madera, y había la consabida cola, por algo hacen tanta caja. Pongo como puedo las bolsas en el suelo, el paraguas colgado del extremo del mostrador, uno de esos paraguas negros, grandes, como de dos metros de diámetro, para que no me mojara yo ni mis circunstancias, capaz de anular el efecto de una nube al completo, llega mi turno, —Buenos días, —Buenos días, vengo a devolver estas prendas, las saco, tracatrán, desparramadas en lo alto del mostrador, lo menos siete u ocho pantalones y camisas, me mira con mala cara, las examina, coge el micrófono: —Fulanito de tal, pase por caja, una devolución, viene un nota joven, con tupé, pinta de mariquita, no sé si viene al caso pero nos pone más en situación, mira la ropa, y dice sin dignarse a mirarme: —Házsela. Entiendo que se refiere a la devolución. Me mira otra vez la chica, muy mona ella, vestida de negro, si se hubiera cambiado por la compañera mientras yo no miraba no me habría dado cuenta, son todas iguales, como los chinos -por cierto, no sé qué coño hace el chino ese mafioso que han cogido, Gao Pin, tapándose la cara en las fotos con la policía, si no hay cojones de distinguirlos-. Me dice la chica: —Necesito la tarjeta con la que hizo la compra. Ahí la estaba esperando: antes de terminar tenía frente a sus ojos la tarjeta y el DNI. Se resigna: no le queda más remedio, me hace un abono, una pasta, no pienso sustituir las prendas descambiadas por las de su talla, ahora que no me oyen. Me despido: —Adiós, buenas tardes. —Buenas tardes. Al coche otra vez, lluvia que te cagas, voy a abrir el... ¡¡Mi paraguas!! Vuelvo a la tienda, miro en el mostrador y no está, nadie lo ha visto.

Estoy convencido de que me lo han mangado no por la crisis, sino simplemente porque estaba lloviendo, un tío como vosotros y yo, solo que muy, muy cabrón.

martes, 23 de octubre de 2012

De panes y no tan panes


Proliferan desde hace años por los supermercados, gasolineras, tiendas y colmados de nuestra península unos productos indignos a los que injustamente se les llama pan, y que están echando por tierra el prestigio de que ha gozado el alimento más noble que ha dado la tierra, presente desde tiempos bíblicos. Me refiero, cómo no, a esas "andaluzas", baguettes, panes supuestamente "de pueblo" o "de horno de leña", que no han visto más horno que la especie de microondas del tamaño de un frigorífico donde el dueño del establecimiento introduce cada poco tiempo una bandeja repleta de masa precongelada, insípida, chiclosa, mezcla de los ingredientes más antinaturales, sopa de emulgentes y conservantes, que al poco tiempo y al toque de un "ding" se convierte en bateas de pan humeante y apetitoso. Apetitoso sólo en apariencia, claro está, pues se trata de un pan sin sustancia, sin miga: hágase la prueba de mezclarlo con agua una vez duro para echarlo de comer a las palomas y se verá en lo que queda. Si ese "pan" se consume en caliente está crujiente y entra bien, cómo no, pero en cuanto se enfría pasa a ser un engendro, un chicle de harina de mala calidad que no hay quien coma, y cuya baratura resulta engañosa, pues además de la poca sustancia resulta indigno llamar pan a ese alimento. Pan es la hogaza de un kilogramo que compro en Alájar, que dura días y días, y cuya miga tiene "miga", como toda la vida de Dios, o también los bollos y otras piezas de panadería que compro aún en Sevilla -todavía llegan a algunas tiendas-. En mi casa estamos acostumbrados a eso, y lo notamos en el paladar si probamos ese otro "pan" que por desgracia se está imponiendo y que nos acecha por todos lados. Basta hacer una prueba: prueben a buscar pan auténtico en Carrefour, o en Mercadona, o en Hipercor. Por muy apetitosas que parezcan las piezas, lean los ingredientes: basura precongelada, probablemente nociva. ¡Como un día pase factura lo que nos metemos en el body...!

miércoles, 17 de octubre de 2012

Apuntes (181): Ya está aquí la Navidad


Siempre pasa lo mismo: nos plantamos después del puente del Pilar en mangas cortas. Con fresquito por la mañana y todo lo que quieras, pero en cuanto sale el sol en mangas cortas, y los abrigos criando naftalina en los armarios. Después dicen que por Andalucía hay dos estaciones nada más. Gran error de miopes cegados por los grandes calores del verano: el tiempo otoñal es sumamente agradable, incluso más que el de primavera, y dura sus dos buenos meses. 

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Primer síntoma de Navidad: esta mañana, mientras hacía la compra en Mercadona, que como todo el mundo sabe no necesita publicidad gratuita, he visto unos palés abandonados en medio de una calle vacía, listos supongo para que los empleados comenzaran a rellenar las estanterías con su contenido. Al acercarme he comprobado que se trataba de turrón de Alicante marca Hacendado. Siento una debilidad tremenda por el turrón duro, y siempre espero el momento en que llega a las tiendas. No he esperado a que las tabletas ocuparan su sitio: he cogido una directamente del palé y la he pasado por caja. Después del café estrenaré mis particulares Navidades dulces. Quién sabe: a lo mejor soy el primer comprador de turrón de la temporada.

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Por cierto que al pasar por caja, como llevaba diez o doce cartones de seis litros de leche en el fondo del carro, he ido a hacer lo que acostumbro: sacar uno y que la cajera lea el código de barras, pero me ha dicho que necesitaba ver el carro vacío: he tenido que sacar todas las cajas y volverlas a meter otra vez. Aclaro que no tengo demasiada mala pinta, dentro de lo que cabe. Lo que es la crisis... Tampoco me extraña demasiado: en el instituto están desapareciendo las grapadoras que se utilizan en la jefatura de estudios, y eso que están marcadas con un letrero en tinta indeleble.

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Al referirme al personal que trabaja en caja en Mercadona, la mayoría mujeres, ¿sería poco adecuado decir cajeras, por lo que de denigrante tiene para el género femenino el que se les identifique con una profesión menor? ¿Habría que emplear el genérico cajeros? ¿Debemos recurrir al engorroso cajeros y cajeras? ¿Quizá deberíamos utilizar el género de la última persona que nos atendió? ¿Debemos descartar cajer@as para no pecar de gilipoll@s? Grandes preguntas sin duda, que requieren las mentes de grandes sabios para responderlas, de los que abundan en nuestra eficiente Administración Pública andaluza.

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Y para terminar con mis peripecias marujeras (perdón si alguna Maruja se ofende), confieso que el otro día hice un comprón en Lidl, y todos los productos eran made in Germany. Con lo que es la Merkel a día de hoy para nosotros... Anda que si esto fuera Francia, iba a hacer negocio Lidl, y Media Markt, por las cajilas...

martes, 16 de octubre de 2012

De limpiadoras y limpiadores


Hoy me he topado en la prensa con un nuevo y curioso ejemplo de uso del lenguaje pretendidamente no sexista:

Los limpiadores de institutos reclaman el pago de sus salarios


Hay que joderse. Cada vez está más claro que al escribir hay que cogérsela con papel de fumar. Yo, en mis andurriales, a lo mío, denunciando las mariconadas y las gilipolleces.

Por cierto que en la foto, como no podía ser menos, aparece una señora limpiando.

lunes, 15 de octubre de 2012

Apuntes (180): Horas perdidas


Hablaba el otro día del síndrome de El País, y hoy lo hago del "síndrome de la prensa escrita", pero en un sentido distinto: cada vez me repele más la profusión de noticias relativas a la crisis y, sobre todo, las declaraciones de los políticos, que no pueden caer tan bajo, tanto como hemos caído los que les votamos. Por otro lado, resulta patético ver cómo una gran parte de las protestas son por perder unos privilegios que nunca se merecieron.

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Quizá fui algo estricto criticando a Dickens en mis últimos apuntes: aún no había leído el final de Great Expectations, y tras hacerlo me tengo que descubrir: la escena del intento de fuga por el río Támesis es trepidante, antológica; parece un thriller del siglo XIX, con todos sus ingredientes y el talento añadido del mejor novelista que he leído nunca.

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Parece que los padres han convocado huelga esta semana. Yo tengo exámenes el miércoles, y me piden los alumnos que lo pasemos al jueves, para aprovechar la huelga del miércoles para estudiar. Nada nuevo, yo mismo en su día, etc., etc.

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Son tiempos malos para la poesía. Lo noto, lo siento... aunque, quién sabe, si esto casca de verdad se volverá a ella, es lo único que tenemos seguro.

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¡Si contara el número de horas que he pasado en los últimos años de mi vida navegando entre noticias iluminadas en una pantalla de ordenador...! No sé si es peor eso o ver la televisión...

martes, 9 de octubre de 2012

El síndrome de El País


Ayer compré el diario El País para leer a la hora del desayuno. Hacía mucho tiempo que no lo tenía en mis manos, ni ése ni ningún otro periódico, acostumbrado como estoy al trasteo insustancial de la prensa digital, que apenas deja lugar para leer artículos en condiciones y todo lo basa en la actualidad. Antes sí compraba más prensa escrita, especialmente los fines de semana, y era capaz de permanecer horas y horas leyendo El País, mi diario favorito por la variedad y calidad de sus artículos. Dejando al margen su línea ideológica, en cada número podemos encontrar siempre excelentes colaboraciones, de una calidad literaria indiscutible, sean de opinión, política, economía, o incluso deportes. Dan una visión distinta de la realidad; sesgada, qué duda cabe, pero con una luz propia que a mis ojos la hace muy atractiva. Y a lo que iba: cuando me dieron el ejemplar en el kiosco vi que era de poco grosor, lo que me causó cierta decepción, pero al comenzar a leer me enganchaba un artículo, y luego otro, y otro... por supuesto no pude terminar de leer lo que me interesaba en el desayuno, ni por la tarde; aún ahora lo tengo encima de la mesa para dar un último repaso, y eso, que siempre me ha pasado con este periódico y no con otros, me provoca una extraña sensación de agobio, de asombro, de frustración ante tanta información, ante tanto talento, y pienso en los miles de números que me he perdido, y que habría necesitado más de un día para leer, y compruebo que no sé nada de geopolítica, ni de los tejemanejes que se cuecen en la trastienda de los partidos, ni de las novedades literarias, ayer sin ir más lejos venía un interesantísimo artículo sobre Baudelaire en las páginas culturales... ¡¡Por Dios, qué despliegue!! Señores redactores de El País: irse todos a tomar por saco, dejad de publicar tanto material. Con lo tranquilo que se vive leyendo un librito, sin urgencias, sin ansias... Salvando las distancias insalvables: ¡Ahora comprendo a Stendhal!

lunes, 8 de octubre de 2012

Apuntes (179): Un Dickens descafeinado


Un gran inconveniente del libro electrónico: no se puede hojear ni tampoco ojear.

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Leo los últimos capítulos de Great Expectations, de Dickens, y contra todo pronóstico me ha defraudado un poco su lectura. No veo ahí al gran Dickens, se echa en falta su magistral construcción de los personajes, con su vocabulario especial, sus tics, su humanidad desbordante. El personaje principal, Pip, es flojo, le falta empaque, incluso su personalidad resulta débil, y no creo que sea a propósito. Quizá Dickens atravesaba una crisis creadora, o el que estoy en crisis soy yo al leerlo, quién sabe. Aun así, siempre se puede sacar petróleo del genio inglés. Me quedo con el siguiente diálogo entre Pip y su padrastro, el herrero Joe Gargery, hombre humildísimo y semianalfabeto:
"How do you spell Gargery, Joe?" I asked him, with a modest patronage.
"I don't spell it at all," said Joe.

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El despertar después de un sueño profundo a deshoras es un anticipo de lo que nos espera tras la muerte.

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Lo realmente preocupante no es que una persona muera, sino saber dónde diablos ha ido a parar.

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Me decía el otro día un amigo que la cosa se está poniendo fea, la gente está empezando a salir a la calle. “Sí, están tomando los bares al asalto”, le respondí yo.

sábado, 6 de octubre de 2012

Soledad y vida


Ayer supe que en agosto murió un vecino mío. Era un hombre de poco más de cincuenta años, divorciado, y vivía solo. Parece ser que sufrió un ataque, entró en coma y al no haber nadie para atenderle murió al poco rato, y nadie le echó en falta hasta el siguiente día en que tenía un turno de trabajo. No vivo en un piso, sino en una casa, y sólo tengo dos vecinos, uno a cada lado. Me he enterado de la muerte de uno de ellos por casualidad, al cabo de dos meses. Estamos ya tan acostumbrados a vivir en nuestra propia burbuja familiar de ruidos y cuitas domésticas que no somos conscientes de los que tenemos al lado, literalmente al lado. Antes aquí en Sevilla se contaban a miles las familias que vivían en patios de vecinos, y lo compartían todo, las penas y las alegrías, las ilusiones y los pequeños fracasos de que al fin y al cabo se iba fabricando su vida. Cuando una vecina daba a luz era todo un acontecimiento, y el suceso era esperado con ilusión compartida. Las muertes eran algo natural, y los muertos eran velados allí mismo, en el pequeño habitáculo que compartían grandes y pequeños. Los vecinos desfilaban respetuosos ante los deudos, y la noticia corría como la pólvora entre los patios cercanos. En la ciudad de hoy todo ha cambiado. Yo apenas conocía a mi vecino, había intercambiado saludos con él, al hombre se le veía deseoso de charlar, dispuesto a ayudar en lo que hiciera falta, pero yo siempre iba con prisas, y no tenía tiempo para él; entraba en casa y muchas veces encendía el ordenador para escribir una entrada en mi blog, o responder a los comentarios. No me culpo por ello, así son las cosas, así lo he querido yo, así lo hacen otros muchos como yo. Incluso cuando paso temporadas en Alájar tengo una tendencia a encerrarme en cierto modo, a no pasar del saludo con la gente del pueblo, celoso de una intimidad absurda y palpable, un camino que ciertamente no conduce a lo que muchos entienden por felicidad.

No sé si de estas reflexiones se puede sacar una moraleja, o si merece la pena hacerlo; en cualquier caso estamos, o estoy, ciego hacia mis vecinos, mis compañeros de trabajo; mi prójimo, ése que se cruza conmigo todos los días. Su vida no me incumbe, no me roza; me importa tanto como las vidas y las muertes que desfilarían ante mí todos los días en el telediario si encendiera mi televisor para verlo. En cualquier caso vivo mi propia vida, la que yo he elegido, y por fortuna no estoy solo en el camino, a diferencia de mi pobre vecino que murió hace dos meses.

jueves, 4 de octubre de 2012

¡Qué duro es ser maestro!


Me dijo hace poco un compañero que existen profesiones incapacitantes, en el sentido de que siempre se va contra corriente, uno nunca se siente cómodo en el trabajo, y se va generando un efecto acumulativo de desgaste. La dureza física o las condiciones laborales no tienen nada que ver con ello. Él aseguraba que la profesión docente es un ejemplo claro, y no ahora en que resulta más difícil gobernar a los adolescentes, sino que es algo intrínseco a ella: incluso en las mejores condiciones posibles, enfrentarse a un grupo de personas a las que tú vas a transmitir un conocimiento que ellas recibirán de forma pasiva no es algo natural. Yo doy y he dado clases a muchos niveles: desde chicos de bachillerato de 16 ó 17 años hasta universitarios en la veintena e incluso a personas mayores en el aula abierta de la universidad, con edades que llegaban a más de ochenta años, y que eran los más motivados por aprender. Puedo decir que nunca me he librado de esa sensación incómoda, esa especie de lucha a contrapelo, incluso cuando los resultados han sido óptimos y grande la gratificación que da el haber enseñado a quien lo necesitaba.

Como diría el maestro Mairena, para mañana mediten sobre ello y saquen sus propias conclusiones.

P.S. Ahora saldrá mucha gente diciendo que lo duro es trabajar de solo a sol en el campo y bla, bla, bla... Pues sí, pero no se trata de eso.

miércoles, 3 de octubre de 2012

La botellita de agua de los cojones


Ayer fui a la reunión de tutoría de mi hijo Gonzalo y en el rato que la profesora nos estuvo hablando se jincó dos botellines de agua de un tercio de litro. Ya estamos bastante acostumbrados, pero a mí todavía me resulta chocante acudir por ejemplo a una conferencia y nada más empezar a hablar ver cómo el orador se interrumpe, descorcha la botellita de los cojones, bebe un buche, la tapa, la pone en su sitio y sigue hablando como si nada. ¡Será maleducado! Si se prohíbe fumar a un profesor debería prohibírsele también la botellita. Pero es que la moda no es sólo para los que hablan, sino también para los que escuchan: ahora todos los niños, incluidos los míos, llevan al cole en su mochila su cuarto de kilo de líquido elemento, como si no se pudieran pasar sin beber más de una hora. Que yo recuerde, jamás sentí en clase una sed tan acuciante como para no poder aguantarme hasta el recreo y beber en la fuente, y como profesor tampoco me ha hecho falta nunca el agua, si acaso alguna vez en que la garganta está tocada, pero en esos casos resulta mejor un caramelo.

Así que ya está bien de mariconadas, tanto llenarse de líquido el estómago, que parecemos ranas, si al menos fuera whisky tendría un pase, que nos movemos por los pasillos y se oye el desplazamiento de las masas líquidas bamboleantes... Eso no puede ser bueno, y seguro que a la larga hay problemas y llegan las demandas millonarias a Fontvella o a Bezoya, con todos sus premios. Un poquito de por favor, y vamos a mantener la dignidad de nuestra profesión, que nos metemos con los niños porque piden ir al servicio cada dos por tres y nosotros no podemos estar dos segundos sin dar un trago. Que yo no me entere...