domingo, 31 de julio de 2011

Emily Dickinson: Will there really be a morning?


Will there really be a morning?
Is there such a thing as day?
Could I see it from the mountains
If I were as tall as they?

Has it feet like water-lilies?
Has it feathers like a bird?
Is it brought from famous countries
Of which I have never heard?

Oh, some scholar! Oh, some sailor!
Oh, some wise man from the skies!
Please to tell a little pilgrim
Where the place called morning lies!


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¿Habrá realmente una mañana?
¿Hay algo que se llame día?
¿Podría verlo desde las montañas
si fuera tan alta como ellas?

¿Tiene los pies como nenúfares?
¿Tiene plumas como un pájaro?
¿Lo han traído de países famosos
de los que nunca he oído hablar?

¡Oh, algún estudioso! ¡Oh, algún navegante!
¡Oh, algún hombre sabio de los cielos!
¡Por favor, decid a una humilde peregrina
dónde se encuentra ese lugar llamado mañana!

sábado, 30 de julio de 2011

Apuntes (120): Hic sunt leones



Sólo sé que no sé si sé algo.

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La duda es la única respuesta posible al problema existencial.
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Siempre me ha fascinado la leyenda Hic sunt leones en los mapas antiguos, como si todos los territorios inexplorados estuviesen infestados de fieras. Y es que lo desconocido siempre asusta: en lugar de verlo como una promesa, lo percibimos como una amenaza a nuestro deambular por caminos trillados y seguros.

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[Era un pozo] tan oscuro como si en una marmita alguien hubiera cocido todas las negruras de este mundo.
Haruki Murakami, Tokio Blues
Una metáfora de esta calibre sólo se le podía ocurrir a un japonés.

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Ojalá se pudieran cocer todas las negruras y tirarlas por un pozo.

viernes, 29 de julio de 2011

Apuntes (119): Palabras perdidas


Hace unos días vimos en la playa por la tarde a una gaviota que llevaba en el pico un enorme trozo de pan. Pasó sobre nuestras cabezas en vuelo rasante, seguida por tres o cuatro compañeras, y se dirigieron al mar a una velocidad vertiginosa. A pocos metros de la orilla una de las perseguidoras le dio caza, embistiéndole con las garras, y el trozo de pan cayó al mar, al tiempo que tres pájaros hambrientos se sumergían detrás de su cena.


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El acontecimiento más sencillo, si se observa bien, es una fuente de disfrute y de admiración. El paso de las nubes por el horizonte como un trampantojo de algodón; los pájaros planeando al atardecer, dejándose llevar por el viento de poniente; un cangrejo encerrado en el cubito de un niño, moviendo sus ojos saltones; un niño pequeño que ensaya unos pasos en la arena, y cae, y se ríe; o el disco rojo del sol bajando poco a poco en el horizonte, hasta que de improviso se hunde en los abismos de la tierra, dejándonos sin habla.

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A veces me quedo sin palabras, y entonces las busco desesperado, como si no pudiera vivir sin ellas.

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Después de muchos días grises, se levantó de su silla, abrió los postigos de su ventana y dejó que la luz penetrara hasta el último rincón de la habitación, con la esperanza de que el blanco radiante de la mañana de verano taponara con su juventud impetuosa los resquicios escondidos de la enfermedad terrible.

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Escribo de madrugada cansado pero lúcido. Busco en el silencio la inspiración olvidada, a duras penas recobrada; los poemas perdidos en el abismo de la duda.

jueves, 28 de julio de 2011

Del ajedrez



El ajedrez es una mezcla hermosa de juego, deporte y campo de batalla. Un pasatiempo obsesivo, infinito, que ha cautivado a las culturas más diversas: desde el chaturanga de la India, el shatranj árabe o el zatrikion bizantino hasta el juego actual de reglas precisas y combinaciones maravillosas que desafía a las mentes más profundas y a los procesadores más potentes. ¡Qué tragedia, cuando por primera vez un ordenador derrotó a un gran maestro! El ajedrez perdió gran parte de su encanto, aunque bastante resistió, y aún resiste, la mente humana al cálculo bestial de las computadoras. Si Capablanca levantara la cabeza... se volvería de Nueva York a la Habana a beber ron en el malecón. El habanero era un mago del tablero, y asombró a norteamérica y Europa con su juego valiente, brillante e imaginativo. Sólo Fischer le igualó en audacia cincuenta años después. El norteamericano llegó a Reykjavik, congeló el telón de acero antes de abrirlo como una lata y regresó a ningún sitio, para acabar sus días de 64 escaques sin sentido en el mismo escenario de su gloria.

Tantas vidas rotas, perdidas, inútilmente quemadas por este juego cruel, que siempre acaba hundiéndote en la miseria. Porque aquí no se confrontan cuerpos, sino inteligencias, y es difícil asumir la humillación de un rey tumbado. Aunque se ganen nueve partidas de cada diez, es tanta la desolación de esa derrota que borra la alegría de los triunfos. No tengo admiración por esos seres pálidos y frágiles doblados frente a un tablero; más bien es pena lo que siento. No luchan contra un rival, ni buscan el aplauso del público. Luchan contra ellos mismos, y la victoria sin errores será su única recompensa. Se les ve temblar al pulsar con la mano el reloj; se comen las uñas en los apuros de tiempo y poco les falta para prorrumpir en sollozos cuando yerran sutilmente. Eso sí, se esponjan como pavos cuando tienen ventaja en el juego, su pecho se inclina sobre el tablero y fulminan con su mirada triunfal al contrincante, que se defiende como gato panza arriba, no pierde la compostura y es capaz de sacar petróleo de una posición perdida para firmar unas tablas milagrosas que aniquilan al otro.

Dicen que el ajedrez es una alegoría del campo de batalla, pero no hay sangre, ni piafar de los caballos, ni tropa enardecida. Tan sólo dos hombres frente a frente, matándose con la mirada y moviendo unos muñecos absurdos para demostrar algo que ni ellos mismos saben.

miércoles, 27 de julio de 2011

Time


¿Pasa el tiempo ante nuestros ojos, o son nuestros ojos los que viajan, dejando atrás el tiempo iluminado por sus rayos? No es poco lo que está en juego: el tiempo fugaz, en continuo movimiento, que va dejando su huella cruel sobre nuestro cuerpo, o el tiempo como un manto eterno e infinito que nos envuelve en nuestro caminar por el mundo, en un viaje ridículo entre dos marcas temporales.
Time present and time past
Are both perhaps present in time future,
And time future contained in time past.
If all time is eternally present
All time is unredeemable.
Presente, pasado y futuro se unen en la sábana del tiempo, que puede permanecer quieta o moverse bajo nuestros pies, haciéndonos caer con estrépito. El tiempo es una substancia viscosa, inmensa, invisible, pero intuida por todos los seres vivos. Y en la muerte… el tiempo sigue acariciando a lo que ha sido, y vuelve sobre el ser una y otra vez, en infinitas resurrecciones que escapan a nuestros sentidos, pero son el único sentido de nuestra existencia.

Sin el tiempo no habría vida, ni la muerte cobraría su presa. El tiempo es una alfombra mágica de flecos tenebrosos. Un aliento, una obsesión, la razón de no extinguirse, el pañuelo en que lloramos y la risa cristalina de una niña de ocho años. Porque cuando tenga ochenta ya no es una niña, y puede que siga riendo, pero habrá llorado mucho todos esos años; los años que le ha robado el tiempo y que, quién sabe, algún día le devolverá.

viernes, 22 de julio de 2011

No es vanidad: es orgullo


Hay conceptos y situaciones para las que no existe una definición certera que los delimite, o bien son tan sutiles que resultaría imposible abarcarlos en las pocas líneas que se reservan a estos efectos en un diccionario. Es lo que sucede con algo que afecta a prácticamente todas las personas, y a los escritores y creadores muy en particular: la vanidad y el orgullo. La palabra vanidad deriva del latín vanus: vacío, insustancial. Una persona vana, por tanto, sería alguien presuntuoso, que pone la atención en cosas que no tienen el valor que se les otorga. El que es vano se ufana de sus actos, de sus pertenencias y de sus logros, buscando el aplauso de quienes le contemplan supuestamente con admiración. En el campo de la escritura, tendemos a pensar que existe mucha vanidad, porque entre otras cosas hay un gran afán por publicar, por lucir lo que uno escribe y obtener el aplauso del público y de los colegas. Son pocos los escritores que no tienen las miras puestas en ello, pero, y aquí está el quid de la cuestión, esto no quiere decir que sean necesariamente vanidosos, porque su obra no tiene por qué ser objetivamente insustancial, ni el principal motivo de publicarla debe ser a la fuerza satisfacer su ego vacuo y presumido. Podría, simplemente, ser una cuestión de orgullo, y aquí entra el segundo concepto que quería traer hoy a colación. La definición que ofrece la RAE no tiene desperdicio: "Arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de causas nobles y virtuosas". La Academia viene a equiparar la vanidad al orgullo, añadiendo el matiz sutil y sorprendente de que "a veces es disimulable por nacer de causas nobles y virtuosas". Se debe entender que el orgullo conviene disimularlo, pero esto sólo se puede lograr cuando las causas son elevadas. No es eso el orgullo, señores académicos, o al menos lo que yo entiendo por orgullo: es lícito y estimulante que un escritor esté orgulloso de su obra; orgulloso con motivo, no de una manera vana. Y el que está orgulloso defiende su obra a capa y espada, y quiere compartirla, y le gustaría que estuviera en el lugar que le corresponde. No buscará las lisonjas, como el vanidoso, pero sí recibirá de buen grado las alabanzas, que son cosa muy distinta. Muchos reprochan a Cervantes el modo en que se humilló ante los nobles de la época para obtener unas mercedes que siempre se le negaban, y a pesar de ello volvía a llamar a sus puertas, o les solicitaba su protección a cambio de la dedicatoria de un libro. Pero no por ello perdió Cervantes su orgullo como escritor: él siempre estuvo seguro de la calidad de su obra, y se quejaba muchas veces en público de que no se la valoraba como merecía. Todo eso lo hacía para restablecer su orgullo herido, que nunca decayó, como prueba el hecho de que, aun pobre y amargado, siguiera escribiendo hasta el final de su vida.

Entonces, ¿no hay escritores vanidosos? Sí, muchos, a patadas: los veréis arrastrarse mendigando lisonjas, y "matan" por publicar, no porque crean especialmente en su obra, sino porque ver su nombre negro sobre blanco colma sus ansias de notoriedad. Pero también hay muchos que defienden su arte a capa y espada, y luchan por él buscando un reconocimiento que acaso merezcan, aunque eso es lo que menos importa, pues tienen fe en sí mismos, y obran con legítimo orgullo. El que esté en ese grupo puede sentirse "orgulloso".

martes, 19 de julio de 2011

Poética: sentimiento y estilo


No importa lo que se dice, sino lo que se transmite (sentimiento) y cómo se transmite (estilo). Todos hemos leído alguna vez un poema escrito con palabras llanas y una sintaxis sencilla, no sujeto a un metro determinado, que nos ha resultado emocionante, maravilloso, porque el poeta ha logrado transmitirnos un sentimiento, a pesar de la relativa falta de estilo. El estilo es el armazón, la urdimbre de signos combinados de una cierta manera que conforma el paño de que está hecho el poema. Parece que es mejor un paño caro y ricamente bordado que el rústico percal, pero con este mismo percal los toreros dibujan verónicas inimaginables que levantan de sus asientos al respetable, y el poeta a los lectores. ¿Quiere esto decir que no importa el estilo? Importa en cuanto instrumento, en cuanto forma, pero lo realmente esencial es el fondo, el sentimiento. Si este fondo se consigue con un estilo impecable, nada que objetar, aunque conviene advertir que el poema tendrá un tono académico, en cierto modo encorsetado; en suma, que el estilo puede ser un estorbo a la adecuada transmisión de sentimientos. Cosa distinta es que no se pueda disfrutar del estilo per se, y se me ocurre el ejemplo de Azorín, pero sus poemas, pues no otra cosa son sus libros, resultan fríos; admirables, eso sí, yo soy el primero que los disfruto, pero faltos de sentimiento, bellos como una estatua de hielo.

Los poetas verdaderamente grandes, los escritores inmortales, son los que han tenido la magia de convertir un puñado de signos en una luz donde mirarnos, porque nos hablan con sencillez de nosotros mismos, de nuestra sangre y de nuestra condición humana: Shakespeare, Cervantes y algunos más.

Apuntes (118): Poesía desnuda


No cambian las personas: cambia el tiempo que éstas habitan.


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Es precisa la nostalgia para desnudar a la poesía.

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Recuerdo una ocasión en que me sentí abrumado por el ruido de la ciudad, las preocupaciones estériles, la conversación de los necios y la vorágine del tiempo, y entonces cerré los ojos unos minutos, y sentí una paz desconocida. Cuando volví a abrir los ojos, todo lo que antes era horrible se había convertido en poesía, tomé papel y bolígrafo y retraté esos instantes poéticos dentro del fragor cotidiano, para que nunca se me olvidaran, para recordar que la paz y la belleza está dentro de mí, y que ahí fuera sólo hay sentidos, contingecias lejanas que me recuerdan que estoy vivo.

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Al final del largo viaje, y tras pasar penalidades sin cuento, llegó por fin a su hogar, pero no había nadie esperándole. Pensó que había pasado tanto tiempo que ya no se acordarían de él, y todos habían abandonado el hogar, seguros de no volver a verle. Entonces sintió de golpe toda la soledad que guardaba en su ser, y que hasta entonces había permanecido agazapada en su esperanza. Cayó desplomado en el piso, los recuerdos fueron escapando de su cuerpo, y murió vacío de ilusiones.

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Como ya dijo Juan Ramón, la poesía pura debe estar desnuda, despojada de todo lo superfluo, y esto incluye las pequeñas miserias y rencillas en las que muchos de los llamados poetas gastan buena parte de sus fuerzas. En todo caso, no estorba el ser consciente de la propia grandeza, lo cual no es ni mucho menos vanidad, pues el que es grande no necesita que se lo digan. Otra cosa distinta es que el poeta en cuestión sea grande de verdad.

lunes, 18 de julio de 2011

Apuntes (117): Arabescos


Cuesta ir llenando este cuaderno de signos. Es una labor paciente, no necesariamente de todos los días, y siempre pendiente del ánimo. Un avance que se hace patente en la disminución del grosor de las hojas a la derecha del cuaderno, hasta que llega el día feliz en que doy carpetazo a este trocito congelado de mi vida y abro con ilusión otro tomo, distinto del anterior, blanco, inmenso, dispuesto a albergar por unos meses mis ilusiones, algunas vivencias, el poso que han dejado los años en las volutas de mi cerebro, y que trato de fijar en el papel trazando arabescos más o menos airosos pero auténticos, tan reales como la risa, el disgusto o el asombro de quien tiene a bien leerlos.

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El paso de una parte de mi cuaderno de papel a mi cuaderno electrónico es una publicación en toda regla, con muchas más posibilidades que la publicación en papel, por lo que tiene de inmediato, de interacción con el puñado de lectores que tengo la fortuna de disfrutar, que leen un diario al mismo ritmo que el que lo escribe, y no de una sentada y con años de retraso.

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La transcripción del cuaderno al blog no es tan inmediata y fiel como podría parecer: casi siempre publico las entradas de apuntes redactados unos días antes, y al pasarlas a limpio introduzco cambios para mejorar el estilo y darle una forma "definitiva" y aseada, como merece cualquier publicación en papel.

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Esta mañana, cuando he anotado la fecha en mi cuaderno, no he podido evitar un sentimiento entre exaltado y patriótico, supongo que por el contraste entre el "talante" deslavazado de este gobierno, que se la coge con papel de fumar en todo lo relacionado con nuestra historia reciente. Inmediatamente he sentido cierta prevención ante este arranque de raza, y he pensado que esto debía quedar para mi cuaderno manuscrito, sin salir a la luz, pero... si hay algo que me molesta es la autocensura y lo políticamente gilipollesco, así que aquí lo dejo, pensando en que que los que están destruyendo el concepto de patria (y conste que yo no me identifico precisamente con él), lo proclaman a los cuatro vientos, amparados por el discurso totalitario vigente.

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Y ahora que lo recuerdo, en esta misma fecha bautizamos a Gonzalo hace dos años, que curiosamente nació el 14 de abril, diplomático que me ha salido el niño...

domingo, 17 de julio de 2011

Apuntes (116): La habitación del tiempo


Hace tiempo que no existe el corazón de las tinieblas; los viajes que nos quedan por hacer estarán siempre iluminados. Congo, Mekong, Orinoco… holladas sus orillas por esclavos del hambre y turistas del infierno. Como dijo Zweig hace tiempo, las únicas exploraciones que el hombre puede ya acometer son las que conducen a su propio interior. Al fin y al cabo de eso hablaba Conrad, y eso nos mostró Coppola.

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Las gaviotas han perdido el miedo a las personas, y al atardecer aterrizan a escasos metros de la gente, paseando con descaro por la playa para picotear los despojos de de la glotonería dominguera. Recuerdo que antes sólo las veía en el mar, pescando lejos de la orilla, y no me cansaba de verlas zambullirse en el agua para emerger con un pez en la boca. Ahora parecen más bien esos pájaros siniestros de la película de Hitchcock, y se me eriza el vello al verlas volar sobre mi cabeza.

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La lectura predispone el ánimo para la escritura, aunque hay que cuidarse de tomar prestado sólo el ánimo, y no el espíritu de lo que se lee.

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Cada vez he ido descubriendo más poesía en los diarios de Trapiello, o quizá es que el último volumen que leí, Las inclemencias del tiempo, es más poético que los demás, bien porque los años que narra fueron especialmente fecundos e inspiradores, o porque cuando los pasó a limpio, en 2001, procuró dotarlos de cierto vuelo lírico. Además, no zahiere a nadie: sus críticas son constrructivas, sin ensañarse; se diría que este diario respira humanidad por los poros del papel en que está impreso. Si hubiera empezado a leer el Salón de pasos perdidos por este volumen, tendría una imagen muy distinta de don Andrés (en el libro comenta que le gusta que le hablen de usted). Lo que esto viene a probar es nuestra multiplicidad: somos personas distintas en función del tiempo que habitemos.
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Hoy he conseguido leer en la playa un capítulo entero de un libro. Para que luego vengan unos enteraos y digan que en la playa es imposible leer...

sábado, 16 de julio de 2011

Primer día de playa


Como todos los años desde hace cuarenta y cuatro he puesto rumbo a cierto pueblo costero de la provincia de Cádiz, invadido en su día por los americanos, que llegaron en plan Mr. Marshall, poblado en las vacaciones de mi infancia por unos pocos veraneantes que teníamos toda la playa para nosotros, y convertido hoy en una bulliciosa urbe que se ha ido expandiendo a base de chaleres adosados, plantados en lo alto de las dunas ante la mirada horrorizada de los camaleones.

Mis primeras impresiones son desalentadoras. La fauna que ya observé el año pasado, lejos de menguar, ha proliferado hasta unos límites intolerables. Llegué esta mañana acompañado de mi familia enarbolando la sombrilla y las sillas playeras y me hice con un sitio bastante amplio, como con unos cinco metros a la redonda. Pero poco a poco nuestro espacio vital se fue reduciendo a cuatro, tres, dos, un metro, hasta que un espécimen audaz colocó su sombra tangente a la mía, y por si fuera poco llegó un cuñao con una mesita plegable llena de viandas y litronas de cerveza, acudieron de no se sabe dónde muchos más cuñaos, y en un periquete mi sombrilla era una ínsula rodeada de jaimas, toldos, suegros, suegras y cuñaos, muchos cuñaos barrigones, cada uno con su botellín de cruzcampo en la mano.

Yo pensaba que este año, con la crisis, la playa estaría mucho más vacía, pero sorprendentemente está el doble de llena. Alguien me ha apuntado que, al haber menos dinero, hay menos gente con pisos alquilados y muchos más que vienen a pasar el día, en plan dominguero o sabadero. Puede que no les falte razón, pues al volver la vista al chiringuito me lo encontré vacío, pero digo yo que la gasolina cuesta un dinero, y mantener el coche, y las litronas de cerveza, y los tatuajes triangulares en la rabadilla de las niñas buenorras, y los cadenones de oro de los cuñaos más ostentosos. En fin, para mí sigue siendo un misterio insondable el contraste entre los números pavorosos que anuncian la crisis con la realidad observable en la calle de baretos llenos y niñatos con coches tuneados.

Si el año pasado se nos perdió Jaime, éste se ha perdido Ignacio. El pobre se despistó al volver del agua, y no fue capaz de localizar nuestra sombrilla entre el bosque umbelífero en que se había convertido la arena. Lo encontró una señora, que lo entregó a los de Protección Civil. Cuando se encontró conmigo, el pobre estaba serio, sin llorar, como reprochándome no haberle cuidado lo suficiente. Lo cierto es que ya vamos teniendo experiencia en este tipo de situaciones. No diré que nos pudimos relajar un rato con la falta de Ignacio, sabiendo que antes o después estaría en buenas manos –todo se andará-, pero tampoco nos agobiamos demasiado, después de la experiencia de perder también a Jaime en la calle del Infierno, que como todo el mundo sabe está llena de gitanos campistas cuya principal ocupación es robar niños.

Si fuera por mí, ya he tenido bastante playa por hoy, pero cualquiera dice a los cuatro fieras que esta tarde no hay playa. Hasta han inflado una barquita de plástico con la que dicen que van a pescar peces provistos de una red camaronera. No he querido quitarles la ilusión, pues es lo más preciado que tienen.

Seguiremos informando.

miércoles, 13 de julio de 2011

De la traducción en poesía (2 de 2)


Para terminar este pequeño artículo sobre los problemas que plantea la traducción de poemas, he escogido un soneto del poeta británico del siglo XIX Gerard Manley Hopkins, sacerdote jesuíta de amplia cultura y exquisita sensibilidad.

I wake and feel the fell of dark, not day.
What hours, O what black hours we have spent
This night! what sights you, heart, saw; ways you went!
And more must, in yet longer light's delay.

With witness I speak this. But where I say
Hours I mean years, mean life. And my lament
Is cries countless, cries like dead letters sent
To dearest him that lives alas! away.

I am gall, I am heartburn. God's most deep decree
Bitter would have me taste: my taste was me;
Bones built in me, flesh filled, blood brimmed the curse.

Selfyeast of spirit a dull dough sours. I see
The lost are like this, and their scourge to be
As I am mine, their sweating selves, but worse.

En primer lugar, ofreceré una traducción literal, indispensable para captar el mensaje que el poeta quiso transmitir. Aunque se trata de un mensaje poético y, por lo tanto, muy subjetivo, el único modo que tenemos de aproximarnos a él en nuestra lengua es a través de su traducción "prosaica", olvidándonos de las reglas poéticas, al menos de las reglas métricas.

Me despierto y siento la caída de la oscuridad, no el día.
¡Qué horas, oh, qué negras horas hemos pasado
esta noche! ¡Qué vistas contemplaste, corazón, por qué caminos fuiste!
Y por cuántos más deberás ir, en la larga demora de la luz del día.

Hablo de esto como testigo, pero donde digo
horas, quiero decir años, vida, y mi lamento
son gritos incontables, gritos como cartas muertas enviadas
al más querido, que vive, -¡ay!- lejos.

Soy hiel, soy acidez. El decreto más profundo de Dios
amargo me sabría: mi gusto es a mí;
huesos construidos en mí, carne rellena, la sangre rebosó la maldición.

La propia levadura del espíritu agria una masa gris. Veo
que así son los perdidos, y es su azote,
como yo soy el mío, sus conciencias sudorosas, pero peor.

La traducción anterior entraña gran dificultad, pues el soneto de Hopkins es muy complejo, y fuerza en algunos casos el idioma inglés para dar más brillo (en este caso más bien oscuridad, dada la temática del poema) a sus versos. Mi versión ha tratado de ser fiel al mensaje transmitido por Hopkins, aunque por supuesto no es perfecta, pues aunque mi nivel de inglés es bueno, disto mucho de dominar completamente esta lengua. En cualquier caso, he tratado de dar cierto tono poético, de modo que se pueda leer con placer y constituya una alternativa válida a la traducción en endecasílabo.

Como se puede observar, los versos que me han salido al traducir el poema tienen unas medidas muy dispares, y casi todos están muy por encima de las once sílabas a las que los quiero reducir. Aquí es donde intervienen las dotes poéticas del traductor, pues debe condensar el mensaje del original en once sílabas por verso, y a la vez conseguir un tono adecuado, olvidándose, por supuesto, de la rima. No es que yo me arrogue maestría en esta labor, pero he aquí mi propuesta:

Despierto y siento oscuridad, no luz.
¡Qué horas, qué negras horas pasamos
anoche! ¡Qué visiones, corazón,
tuviste, y aún te esperan en el día!

De ello soy testigo. Y no son horas,
sino años, y vida. Y mis lamentos
son gritos sin fin, como cartas muertas
al más querido que está -¡ay!- tan lejos.

La hiel me ahoga. Dios y su palabra
amargos me sabrán: es mi sabor;
mi carne y huesos, sangre rebosante.

Una masa gris fermenta el alma. Veo
que así son los perdidos, y es su azote
como el mío, su conciencia atormentada.

De amebas hijoputas


Decimos que el frío del invierno es una maldición, y que los días cortos son deprimentes. Cuando llueve nos quejamos de que no se puede salir de casa, y al llegar el buen tiempo en primavera las alergias no nos dejan vivir. El verano es un infierno, hay que escapar de la ciudad, pero en las playas abarrotadas no se puede respirar. Sol, lluvia, frío, luz, oscuridad, cero grados o cuarenta, la naturaleza conspira contra el hombre y le lleva a la infelicidad. ¿Qué hemos hecho mal para merecer ese castigo? Es el pecado original: en el paraíso la naturaleza estaba hecha al servicio y al gusto del hombre, pero la serpiente lo emponzoñó todo. ¿Qué culpa tendremos nosotros, miles de generaciones después, de la metedura de pata de nuestros dos antepasados primigenios? ¿O eran éstos unos monos? Pues que no se hubieran bajado de los árboles, adonde no llegaban los depredadores y los frutos bastaban para alimentarnos. ¿Y si nos remontamos más atrás, a peces, renacuajos, amebas? ¿Qué culpa tendrán las amebas de nuestras desgracias actuales? Seguro que eran mucho más felices que nosotros, surcando ectoplásmicos caldos de cultivo, ajenas a la suerte futura de sus ilustres descendientes.

Pongámonos serios: la única ponzoña está en nuestros míseros corazones materialistas, en nuestro hedonismo insaciable, que pretende hallar la felicidad en las cosas de fuera, sin mirar nunca hacia dentro. El alma es el refugio frente a todo: allí no llega la lluvia, ni el frío ni el calor. Basta un plato de comida, un refugio donde dormir, vestido para protegernos del frío... Todas estas pocas cosas que no poseen miles de millones de hombres, que sí tienen derecho a sentirse desgraciados. A nosotros nos toca callar, y aprender a ser felices.

martes, 12 de julio de 2011

Apuntes (115): De la variedad en la escritura


Soy incapaz de escribir durante más de un día en el mismo tono, tratando de los mismos asuntos y tocando los mismos palos. Mi escritura salta de la introspección a la denuncia; de la poesía esperanzada a los versos de soledad; de las crónicas de actualidad a los episodios de humor más o menos chusco. Sé que en cierto modo esa variedad juega en mi contra, pues se tiende a encasillar a los autores para ponderar sus excelencias, mientras que a los diletantes se les tacha de incosistentes, arribistas que abarcan todos los estilos sin cultivar ninguno con maestría. Sirva este pequeño manifiesto como tímida queja y tributo a mi nunca olvidada vanidad, fiel acompañante de mi devenir por esta selva de las letras.


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Oigo quejarse en la barra de un bar a un anciano que dice que a la salida del banco le han robado la cartilla con quinientos euros, y uno no sabe si le han robado el dinero que sacó o la cartilla donde estaba apuntada esa cantidad, en la creencia de que al desaparecer esa cifra impresa en el papel, voló con ella el dinero que representaba.

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Y digo esto al hilo de una anécdota que me contó hace tiempo un empleado de banca, que aseguraba que los jubilados tenían la costumbre, al recibir su pensión, de acudir al banco con su cartilla reclamando el dinero, contarlo meticulosamente y volver a entregarlo al cajero una vez comprobada la autenticidad del ingreso.

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La única forma de ignorar a un enemigo es no pensar en él; precisamente por eso, se delata quien expresa esto mismo en voz alta.

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La humildad de una persona es inversamente proporcional al poder que atesora.

lunes, 11 de julio de 2011

Otro pestiño de libro


Estoy enrachado: en esta ocasión le ha tocado el turno de mi abandono y desprecio a la novela American Pastoral, de Philip Roth, ganadora del premio Pulitzer y reputada como la obra maestra del escritor judío, cualificado candidato año tras año al premio Nobel. Su principal defecto: la desmesurada extensión para contar una historia muy simple, tanto que puedo resumirla en pocas líneas: un escritor judío ya sexagenario, alter ego del propio Roth, rememora sus años de la infancia, y en especial la figura del carismático Seymour "Swede" Levov. En esto que acabo de contar se van lo menos doscientas páginas. En las siguientes doscientas se reconstruye la vida del tal Levov, su fábrica de guantes de piel y, sobre todo, una tragedia familiar: su única hija, de dieciséis años, hace explotar una bomba en una oficina de correos en un atentado terrorista que causó dos muertos. Corren los años de la guerra de Vietnam y las actividades "antiamericanas" de jóvenes radicales son especialmente violentas. Roth vuelve una y otra vez a ese atentado, lo destripa, se pasa por la conciencia del padre, de la madre, de los americanos en general, de los trabajadores negros de la fábrica... en una sinfonía "pastoral" aburridísima e infumable. Una vez más constato mi acuerdo con Borges en que, si hay que decir pocas cosas, se digan con brevedad, para ahorrar el martirio a los lectores. Yo perdono la extensión a Cervantes, a Dickens y a algunos otros, porque disfruto mientras los leo, son amenos y tienen maestría. Pero a autores como Roth, tan obsesionados con una historia y una conciencia propia muy particular, que tratan de destilar morosamente en novelas interminables, a ésos no los trago. Bastante que he leído la mitad del libro.

De meteorismos


Llamados pedos por los finolis y peos por los cabales, son gases, cuescos, aromáticas ventosidades expulsadas por el ojete desde las profundidades intestinales. Siempre en boca de los tiernos infantes, tan dados a las escatologías, nos acompañan sin pudor en nuestra adolescencia y primera juventud, hasta -¡ay!- la llegada del inevitable matrimonio o concubinato, momento en que los peos masculinos deben ser retenidos, so pena de divorcio, durante las interminables noches compartiendo lecho, a bordo de coches, aviones y autobuses, en los paseos románticos bajo los rayos de la luna llena; en fin, a cambio del amor se debe renunciar a esa libertad cuesquera tan cotidiana y saludable.

No hay nada peor que un peo enconado, que se instala en el estómago, baja por el intestino delgado, pugna por salir, retorna triste a su cobijo, mientras que su sufrido propietario experimenta los más terribles retortijones a la mayor gloria de la respirabilidad del aire que le rodea. Se suele decir que el peo es patrimonio de los hombres, pero uno sospecha que el mal llamado sexo débil se los tira y bien tirados, si bien sólo en presencia de sus señoras madres y del resto de miembros femeninos de la familia. También en soledad deben atronar las casas estos peos femeniles, como delatan los restos semisólidos que, a poco que uno sea curioso, son fácilmente observables en las prendas íntimas de la parienta. Eso sí: ellas jamás reconocerán tan ordinaria tendencia, y proclamarán su inmaculada pureza ventoseril. Para su desgracia, los embarazos fallidos son tenidos por peos enconados por los más maledicentes, como justo castigo a tan antinaturales retenciones de los fluidos internos.

Son justamente famosos los concursos de peos celebrados entre adolescentes e incluso jóvenes y adultos ya talluditos. El que esto suscribe reconoce que hasta hace poco era un consumado participante en estas justas, y si se me pone a tiro alguna otra participaré gustoso. En estos torneos se valoran mayormente tres aspectos: la sonoridad del peo, su intensidad, la duración de su emisión y especialmente su olor, el aroma despedido, que normalmente está en proporción inversa a la tronada. De hecho, los peos más olorosos suelen ir acompañados de un pufffff susurrante, ante el cuál los más avezados concursantes huyen despavoridos, sabedores de que es preludio de los efluvios más nauseabundos. Otra costumbre muy extendida es la de encender un peo en el momento de su emisión con la ayuda de un mechero, demostrando de este modo su condición de gas inflamable. Para esta peligrosa práctica es aconsejable que el emisor vista pantalones vaqueros, debido a su tejido en denim, poco dado a prender.

Muchas son las historias y anécdotas que tienen como protagonistas a los peos: hay pastores que aseguran haber espantado a un rebaño de ovejas con una ventosidad atronadora; también existen músicos que improvisan conciertos entonando melodías compuestas por genios inmortales; son famosos los peos de colores revelados a la luz de una llama; hay oráculos cuesqueros, expertos en olores que adivinan lo que se ha comido unas horas antes olfateando con unción el gas pestífero, bromistas que se tiran el cuesco y acusan a la vista de todos al incauto que se sitúa a su lado; sonrojos y miradas culpables al escaparse un peete en una reunión de alta sociedad; peos sustanciosos, alimenticios, tristes, alegres, audaces, tímidos, majestuosos... una riqueza inconmensurable, injustamente relegada a los sótanos del mal gusto. Reivindiquemos lo natural, lo castizo, lo nuestro... ¡Vivan los peos! Y el que arrugue la nariz, seguro que mea colonia.

sábado, 9 de julio de 2011

Apuntes (114): El pozo oscuro


La clave está en no pararse a mirar: nunca adentrarse en el propio ser, porque entonces la conciencia propia nos engulle y nos paraliza. Si eres consciente de ti mismo dejas de ser feliz. La felicidad consiste en una huida hacia delante; sentir en vez de pensar; dejar que el viento acaricie tu rostro y taponar el brocal del pozo oscuro que todos tenemos abierto en nuestra alma.


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Y, claro está, escribiendo de esta manera no hay quien sea feliz.

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Estoy releyendo la antología Todo es para siempre, del poeta arcobricense Pedro Sevilla, y me deslumbra más si cabe que la primera vez. Son versos profundos, arraigados en el terruño. Como dice acertadamente Enrique García-Máiquez en su excelente prólogo, es quizá uno de los últimos poetas verdaderamente rurales, que tienen el campo metido en los tuétanos, muy diferentes de los que, como yo, no pasamos de excursionistas admirados.

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Esta noche de 9 de julio he pasado frío mientras dormía en Alájar, y me he recreado en esa sensación tan poco usual en el verano sureño. Así se comprende que la estación veraniega se espere y se disfrute tanto en otras latitudes, pues trae una brisa y un aroma vivificantes que no tienen nada que ver con el infierno que nos visita por aquí durante dos meses.

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Estuvo sembrado el otro día Trapiello en su blog cuando dijo cuánto tenemos que agradecer a la televisión todos los años por estas fechas al recordarnos la suerte que tenemos de no estar en los sanfermines.

viernes, 8 de julio de 2011

BUP, Bachiller LOGSE o superior


En esta categoría me encuadra la oficina del censo electoral con el objeto de efectuar las estadísticas correspondientes de los ciudadanos con derecho a voto. Yo soy de los que tengo estudios superiores al bachiller, y no es que me enorgullezca especialmente de ello, pero ésa es mi condición. La administración pública, sin embargo, no ha creído conveniente diferenciar, pongamos por caso, entre los que tienen el título de bachiller, los licenciados universitarios y los doctores. De haberlo hecho así habría discriminado gravemente al segmento más bajo entre los tres que he citado, que se habría sentido ninguneado, al verse en una situación inferior a los señores universitarios, que como se sabe son unos privilegiados pertenecientes a la clase dominante y explotadora de los sufridos obreros. Menos mal que las administraciones públicas velan por el mantenimiento del principio de igualdad de todos los ciudadanos en materia de sexo, raza, estudios o cualquier otro atributo susceptible de vulnerar los derechos tan trabajosamente alcanzados por nuestra floreciente democracia.

¡País...!

jueves, 7 de julio de 2011

De leches y otros brebajes


No se me ocurre un alimento más universal que la leche, y no me refiero a la materna, sino a la de vaca. Con pocos meses de vida, y después de haber sido convenientemente amamantados (los más afortunados), se nos comienza a suministrar nuestra dosis diaria de este nutriente, que ya no nos abandonará en toda nuestra vida. Primero será en forma de polvo, disuelto en el agua para hacer los biberones, y en cuanto nuestro aparato digestivo está listo se nos pasa, para el alivio de los bolsillos de nuestros papás, al ubicuo tetrabrik, esa ubre paralelepípeda que se ha enseñoreado de nuestros frigoríficos. Cada vez que abro el mío me encuentro cartones de todos los colores, que ocupan por completo la bandeja de la puerta: leche entera, leche desnatada (la semidesnatada la hemos desechado por su poca personalidad, ni chicha ni limoná), leche entera sin lactosa, leche desnatada sin lactosa, leche condensada... ¿alguien da más? Pero, ¿se puede llamar leche a un brebaje que no contiene lactosa? ¿Acaso leche y lactosa no comparten la misma raíz etimológica? Llamémosla, pues, "preparado lácteo", para no entrar en conflicto con los puristas ni con el Ministerio de Sanidad. ¿Y cómo le quitan la lactosa a la leche? Misterios de la tecnología. Más importante aún: ¿por qué se le quita la lactosa? Pues es muy sencillo: somos humanos, no bovinos, luego la leche de vaca no ha sido diseñada para alimentarnos. En consecuencia, su ingesta da origen a los más variados trastornos gástricos, ignorados por los que los sufren, que nunca imaginarían que la leche es un veneno para sus sufridos estómagos, pero así es, que me lo ha dicho un médico especialista en aparato digestivo. Y claro, las empresas, que son más listas que el hambre, y si no fuera por ellas no podríamos comprar las porquerías que compramos en los supermercados, se han apresurado a quitar a la leche la lactosa, como antes le quitaron la nata, la textura, el sabor, el color, porque... ¿qué tiene que ver la leche que antes comprábamos en cántaras con el aguachirle que sale del tapón del tetrabrik? Esa leche era densa, fragante, de un blanco natural, y no ese blanco desnaturalizado de la leche desnatada, que parece horchata de chufa. Claro que al parecer ello era un foco peligrosísimo de los más diversos y fieros gérmenes y bacterias, que nadaban en círculo por los bordes de la cántara prestos a saltar a la garganta de los incautos compradores, que no sabían el caldo de cultivo que estaban bebiendo, cuando creían que tomaban leche.

Benditos sean los conservantes, los aglutinantes, los emulgentes, los colorantes, los estabilizantes, los aromas, los potenciadores del sabor... milagros de la ingeniería nutritiva que nos libran de las enfermedades y nos protegen de la salvaje naturaleza de los alimentos vírgenes. Pobres antepasados nuestros, que tomaban leche directamente de la ubre de la vaca, igual que hacía Pedro el de Heidi con sus cabras. Qué hábitos tan poco saludables. ¡Viva el progreso! ¡Viva la ministra de sanidad! ¡Vivan los E-122, los benzoatos sódicos, los edulcorantes cancerígenos! Si no fuera por tantos avances alimentarios, ¿cómo podríamos vivir sanos y seguros?

miércoles, 6 de julio de 2011

El secreto del tiempo


No existió; nació; vivió; murió; no existió. Éste es el periplo imposible de Justine Leifert, ciudadana alemana incomprendida e inadvertida por sus contemporáneos, única que en vida fue consciente de la inconsciencia pretrérita y futura, infinitas ambas, pero unidas por un puente sorprendentemente corto y estrecho. Cuando Justine vio la luz en la ciudad de Straubing, en la baja Baviera, corría el año 1868, el mismo en que proféticamente se unieron las líneas férreas americanas del pacífico y el atlántico, en un hito tecnológico sin precedentes. La vida de Justine transcurrió apacible en el mundo rural que la envolvía, y de hecho nada hay de destacable en toda ella que la haga merecedora de atención biográfica. Cierto que fue feliz, pero la felicidad, pese a no ser común, no distingue especialmente a las gentes que la disfrutan, en su mayoría humildes. Lo que en realidad hubo de extraordinario, de inabarcable en la vida de Justine, fue su toma de conciencia de una realidad pretérita y futura, o quizá sería mejor decir de una sorprendente irrealidad. A medida que fue creciendo, la niña fue teniendo "no recuerdos" anteriores a su nacimiento, una conciencia terrible de un vacío en donde ella no estuvo, pero sin el cuál no se podía entender su presencia actual en el mundo. No se trataba de una elucubración derivada del razonamiento, sino de una percepción del mismo calibre que la vista de los prados cercanos a su casa, o que el canto de los pájaros del bosque. Llegó un momento, sin poder precisar cuándo, en que a esta percepción del pasado se sumó una aún más sorprendente del futuro, de los instantes eternos posteriores a su muerte. Era exactamente el mismo vacío que el anterior, sólo que trasladado hacia adelante en el tiempo por el intervalo infinitesimal que abarcaba su vida. Cuando Justine pudo percibir más claramente ambos vacíos, comprobó que en realidad se trataba de la misma materia amorfa que rodeaba con su manto terrible los años felices de su paso por el mundo, y pudo contemplar en su justa dimensión la pequeñez, la absurdidad, la insignificancia de estos años en comparación con la profundidad abisal del no-mundo. Lo que en cualquier alma más cultivada habría causado la angustia existencial más absoluta, fue tomado por Justine como algo natural, tanto como el cielo azul, la puesta del sol o el milagro de la primavera. Al principio hablaba de ello a sus familiares y amigos, pero nadie le comprendía, y como empezaron a mirarle con lástima dejó de hacerlo, y se limitó a contemplar esos vacíos con naturalidad, como algo que no iba con ella pero que estaba ahí, inconmensurable, fuera de su ser, fuera de todos los seres, fuera del espacio y fuera del tiempo.


Justine Leifert murió el 25 de julio de 1943 en Birkenau, con una beatífica sonrisa en la boca. Su vida se apagó dulcemente mientas el gas inundaba todas sus células, consciente de que no existía horror en el mundo comparable al vacío, y con el consuelo de que ese vacío es inhabitable. Fue feliz hasta el último instante de su vida, y se llevó a la tumba el secreto del tiempo.

viernes, 1 de julio de 2011

Apuntes (113): Nostalgias futuras


El objeto de la literatura es sumamente sencillo: la vida y sus circunstancias, por insignificantes que éstas sean. Lo realmente difícil, al alcance de muy pocos, es construir con estos escasos mimbres un espejo mágico que nunca pierda su brillo, donde cada lector pueda ver su propia imagen sin reconocerse en ella.


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Hoy, una agradable cena con amigos, los niños jugando y bañándose en una piscina iluminada, y un cielo de pinos y palmeras encendido con fuegos de colores. Son esos días de la niñez que al cabo de los años se recuerdan con nostalgia, vagamente, sin saber muy bien cuándo y dónde sucedieron, o si es verdad que los vivimos. Nuestra felicidad bebe de todas esas remembranzas alegres que nos acarician los sentidos de vez en cuando, avisándonos de lo dichosos que fuimos en aquellos días lejanos.

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Lo que para unos son obviedades para otros son descubrimientos. Todo depende del peldaño que ocupemos en la infinita escalera del saber. La divulgación nos hace ascender rápidamente, mientras que en los tramos más altos, los innovadores avanzan trabajosamente peldaño a peldaño, sin saber muy bien si suben o bajan.

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La literatura no es saber, sino experiencia, y por tanto no está sujeta a medida, ni a jerarquía. Tan sólo cabría aventurarse a elaborar una escala ordinal distinta para cada sujeto, que además iría cambiando con el paso del tiempo; una suerte de caleidoscopio literario, al que se asomarían con avidez los egos insatisfechos.

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Siempre me he preguntado por qué se sigue considerando a Napoleón uno de los hombres más grandes de la historia. Ya me cuesta aceptarlo de Alejandro Magno o de Julio César, pero al fin y al cabo los sucesos históricos de hace más de dos mil años se nos presentan mezclados indisolublemente con la épica. Sin embargo, las campañas napoleónicas tuvieron lugar hace tan sólo doscientos años, y asolaron Europa. Sus consecuencia fueron terribles para millones de civiles, y durante la invasión de la península ibérica los franceses quemaron y expoliaron buena parte de nuestro patrimonio. Si aún hoy se venera este tipo de figuras, es que no hemos avanzado mucho desde que nos entendíamos a pedradas y garrotazos.