miércoles, 10 de diciembre de 2014

Las voces perdidas




El canto de Caruso nos llega a través del tiempo, a ciento once años de distancia. La voz es el atributo humano que más ha tardado en registrarse para la posteridad. ¿Cómo sonarían los discursos de Demóstenes, o las famosas catilinarias de Cicerón, por no hablar de las arengas de Alejandro, o de César, o de Napoleón. ¿Cómo sonarían en su castellano antiguo Isabel y Fernando? ¿Y qué voz tendría Quevedo recitando esos versos que eran puñales? Conocemos bien el rostro de Van Gogh, sus autorretratos seguro que no nos mienten, pero... ¿cómo eran las pocas palabras que pronunciaba a lo largo del día? ¿Cuál era la voz del genio al conversar con Gauguin? ¿Y qué decir de Farinelli, que llegó a la corte para quitar sus murrias al primer borbón de las españas? Todos los que le oyeron dicen que era un ángel, una voz inigualable, el miembro más perfecto de la extinta raza de los castrati, pero su voz murió con él, y hoy no podemos sino imaginarla.

Gracias a la técnica, aunque rudimentaria, nos podemos hacer una idea de cómo cantaba el gran Caruso cuando rozaba los treinta años y su voz era aún fresca. Un Turidu inigualable, con el sabor de otra época. ¿Qué dirían al salir de la ópera los que escucharon a Caruso dirigido por el maestro Mascagni? ¿Llorarían de emoción? ¿Y cómo sonarían esas lágrimas? Todo se lo ha llevado el viento menos la voz grabada del divo, que nos tiende un puente maravilloso hacia el pasado.