domingo, 22 de septiembre de 2024

Colpo di fulmine!

 
Más allá del naranjal se extendían los verdes campos propiedad de un barón, y frente al mismo, al otro lado de la carretera, había una villa, de aspecto tan romano que parecía sacada de las ruinas de Pompeya. Era un pequeño palacio, de enorme pórtico de mármol y esbeltas columnas griegas. Procedente de allí, se acercaba un grupo de muchachas campesinas, acompañadas por dos robustas matronas completamente vestidas de negro. En ese momento se hallaban arrancando flores con las que adornar todas las habitaciones, y sin reparar en la presencia de los tres hombres, iban acercándose a éstos. Lucían delantales multicolores, y aunque ninguna debía de tener más de veinte años, sus cuerpos estaban plenamente desarrollados. Tres o cuatro de ellas empezaron a perseguir a una que corría en dirección al naranjo debajo del cual se encontraban sentados Michael y los dos campesinos. La perseguida llevaba un racimo de uvas, y arrojaba granos a sus perseguidoras. Tenía el cabello negro y brillante, y su cuerpo parecía querer escapar de la piel que lo envolvía. Cuando estuvo muy cerca del naranjo, se detuvo en seco al ver a Michael y sus protectores. Parecía dispuesta a echar a correr nuevamente, como si la asustase el que éstos la miraran fijamente. Toda ella era un conjunto de óvalos; sus ojos, su rostro, su figura… todo era ovalado. Su piel morena y sus enormes ojos negros, protegidos por unas largas pestañas, eran impresionantes. Su boca, sin ser excesivamente grande, era carnosa y de aspecto dulce, pero en absoluto débil. Era tan increíblemente atractiva que Fabrizzio exclamó, en broma: —¡Acoge mi alma, Jesucristo, que me estoy muriendo! Ella, como si hubiera oído al demonio, regresó corriendo junto a sus compañeras. Al correr, sus caderas parecían querer reventar el estrecho vestido, aunque era evidente que ella no se daba cuenta de lo sensual que resultaba. Cuando llegó al lado de las otras muchachas, extendió el brazo en dirección al naranjo a cuya sombra se sentaban los tres hombres, y todas se alejaron, riendo, escoltadas por las dos matronas vestidas de negro. Sin ser consciente de sus actos, Michael, se encontró de pie y con el corazón latiendo más deprisa de lo normal; se sentía un poco aturdido y notaba que la sangre bullía en su cuerpo. Percibía intensamente los mil perfumes de la isla; el aire olía a naranja, a limón y a flores. El cuerpo no le pesaba. Se sentía en otro mundo. Por fin, oyó la risa alegre de los dos pastores. —Colpo di fulmine! ¿Ha sido atacado por el rayo, eh? —dijo Fabrizzio, dándole una palmada en el hombro. Michael estaba tan anonadado que se hubiera dicho que acababa de atropellarlo un coche. —No puede usted ocultar que el rayo le ha dado de lleno ¿eh? —comentó Calo un momento después, con toda seriedad—. Pero no se preocupe; eso es algo que nadie puede ocultar. No se sienta avergonzado, pues no hay motivo. De hecho, muchos rezan para que el rayo los ataque. Incluso me atrevería a afirmar que es usted un hombre afortunado. Mario Puzzo

 

Más allá del naranjal se extendían los verdes campos propiedad de un barón, y frente al mismo, al otro lado de la carretera, había una villa, de aspecto tan romano que parecía sacada de las ruinas de Pompeya. Era un pequeño palacio, de enorme pórtico de mármol y esbeltas columnas griegas. Procedente de allí, se acercaba un grupo de muchachas campesinas, acompañadas por dos robustas matronas completamente vestidas de negro. En ese momento se hallaban arrancando flores con las que adornar todas las habitaciones, y sin reparar en la presencia de los tres hombres, iban acercándose a éstos. Lucían delantales multicolores, y aunque ninguna debía de tener más de veinte años, sus cuerpos estaban plenamente desarrollados. Tres o cuatro de ellas empezaron a perseguir a una que corría en dirección al naranjo debajo del cual se encontraban sentados Michael y los dos campesinos. La perseguida llevaba un racimo de uvas, y arrojaba granos a sus perseguidoras. Tenía el cabello negro y brillante, y su cuerpo parecía querer escapar de la piel que lo envolvía. Cuando estuvo muy cerca del naranjo, se detuvo en seco al ver a Michael y sus protectores. Parecía dispuesta a echar a correr nuevamente, como si la asustase el que éstos la miraran fijamente. Toda ella era un conjunto de óvalos; sus ojos, su rostro, su figura… todo era ovalado. Su piel morena y sus enormes ojos negros, protegidos por unas largas pestañas, eran impresionantes. Su boca, sin ser excesivamente grande, era carnosa y de aspecto dulce, pero en absoluto débil. Era tan increíblemente atractiva que Fabrizzio exclamó, en broma: 
—¡Acoge mi alma, Jesucristo, que me estoy muriendo!
Ella, como si hubiera oído al demonio, regresó corriendo junto a sus compañeras. Al correr, sus caderas parecían querer reventar el estrecho vestido, aunque era evidente que ella no se daba cuenta de lo sensual que resultaba. Cuando llegó al lado de las otras muchachas, extendió el brazo en dirección al naranjo a cuya sombra se sentaban los tres hombres, y todas se alejaron, riendo, escoltadas por las dos matronas vestidas de negro. Sin ser consciente de sus actos,
Michael, se encontró de pie y con el corazón latiendo más deprisa de lo normal; se sentía un poco aturdido y notaba que la sangre bullía en su cuerpo. Percibía intensamente los mil perfumes de la isla; el aire olía a naranja, a limón y a flores. El cuerpo no le pesaba. Se sentía en otro mundo. Por fin, oyó la risa alegre de los dos pastores.
—Colpo di fulmine! ¿Ha sido atacado por el rayo, eh? —dijo Fabrizzio, dándole una palmada en el hombro. Michael estaba tan anonadado que se hubiera dicho que acababa de atropellarlo un coche. —No puede usted ocultar que el rayo le ha dado de lleno ¿eh? —comentó Calo un momento después, con toda seriedad—. Pero no se preocupe; eso es algo que nadie puede ocultar. No se sienta avergonzado, pues no hay motivo. De hecho, muchos rezan para que el rayo los ataque. Incluso me atrevería a afirmar que es usted un hombre afortunado.

Mario Puzzo