Leo que Cansinos Assens investigó sus ancestros y descubrió que descendía de los judíos sefarditas expulsados en el siglo XV de la península. Entonces decidió estudiar la cábala y el Talmud y hacerse digno sucesor de tan esclarecidos orígenes. ¿No hay mucho de afectación, de dandismo en este insólito comportamiento? ¿No sé habría convertido Cansinos en el único judío oriundo del reino de Castilla en más de 400 años? ¿No estamos ante un impostor encantado de haberse conocido, encantado de conocer a sus tatarabuelos?
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Un verdadero sefardí era, por ejemplo, Canetti, que nació en los Balcanes y cuya familia guardaba amorosamente la llave de su casa añorada de Sefarad. El ladino fue su lengua materna y el búlgaro la lengua de su niñez, pero escribió su admirable obra en alemán y le dieron por ella el Nobel. Dicen que Cansinos manejaba más de diez idiomas, pero yo sospecho que le faltaban raíces en todos ellos menos, seguramente, uno. Canetti, con los mimbres del castellano antiguo y la herencia judaica de la España del siglo XV, aderezada con el periplo de su estirpe y el caleidoscopio balcánico y centroeuropeo, construyó una obra imposible de borrar.
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No son buenas las comparaciones.
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A pesar de lo sencillo que me hubiera resultado, he preferido no comprobar los datos sobre Cansinos o Canetti. ¿Qué importancia tiene una exactitud más o menos impostada? Además, la insistencia en buscar las fuentes resta fuerza al mensaje que uno quiere transmitir, o, en el peor de los casos, lo invalida científicamente.
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La soledad de la noche en Alájar, y la de las primeras horas de la mañana, es casi insoportable. Los niños están todos dormidos; los perros despiertos, demasiado despiertos, y el silencio y la oscuridad se desploman justo en la boca del estómago.
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Es el último día del año. Como si fuera el que hace el número 236. Pero no, es el último, y es difícil escapar a esa certeza. Empieza el sexto año de mi cuenta atrás particular. Vale.
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