Se han escrito muchos tratados sobre la felicidad, de los cuáles yo no he leído ninguno, lo que me autoriza a decir que se trata de una cualidad bien sencilla, aunque cada vez más escasa: es feliz quien está satisfecho con lo que es, con lo que hace y con lo que tiene. Este estado de satisfacción es mucho más fácil de lograr si las necesidades son pocas, lo que me lleva a pensar que el sistema económico capitalista y, más concretamente el marketing, ciencia que tengo la desgracia de enseñar, son unos enemigos terribles de la felicidad. Las posesiones materiales forman un obstáculo claro ante el afán de ser feliz, pues no traen más que preocupaciones e insatisfacciones: después de una posesión viene el ansia por otra, y por otra. Se trata, pues, de desprenderse poco a poco de aquellas cosas que creemos necesarias pero en realidad no lo son, como si fueran las capas de una cebolla. No es preciso llegar al extremo de Diógenes y su famoso tonel, pero sí es cierto que resulta una experiencia bastante vivificante desprenderse de posesiones que nos sobran, como por ejemplo tres cuartas partes de los artilugios electrónicos que tenemos en casa, buena parte de nuestra biblioteca o, para los más valientes y a la vez más ambiciosos, el teléfono móvil —la conexión a internet, aunque peligrosa, yo no lo tocaría, pues es una de las diez cosas que me llevaría a una isla desierta—.
La felicidad, pues, está en nosotros, pero el medio en que
vivimos es hostil, más de lo que ha sido en cualquier otro momento de la
historia. Siempre ha existido la miseria, claro está, y la persona que no tiene
posibilidad de comer, vestirse, resguardarse… está condenada a la infelicidad,
pero en la vida de la gente sencilla de otros tiempos no todo han sido
penurias: también ha habido lugar para años de buenas cosechas, bailes,
descansos dominicales… y cada momento de ésos era un regalo que se agradecía
profundamente. El hombre del siglo XXI ha perdido en gran parte esa facultad; precisamente Diógenes, mientras comía lentejas, respondía a Aristipo, que le aseguraba que si fuera
sumiso al rey no tendría que comer esa basura, diciéndole que si él
hubiera aprendido a comer lentejas no tendría que adular al rey. Y es que ya no
sabemos comer lentejas, porque perdemos el tiempo en perseguir unas liebres
apetitosas y veloces a las que nunca damos caza, y siempre estamos con hambre.
Yo considero que la felicidad tiene dos vertientes: una de
ellas es interna, y consiste en ese estado de satisfacción a que hecho
referencia antes, pero también hay un elemento externo, incontrolable, que
afecta a nuestra felicidad incluso si nuestras necesidades están satisfechas.
Me refiero a la posibilidad de que nos acontezca una desgracia; por ejemplo,
una enfermedad grave o la pérdida de un ser querido. En ese caso lo que importa
no son las necesidades, sino nuestro estado anímico, que dependiendo de cómo encajemos
el golpe nos causará una infelicidad de cierto grado y duración. Hasta el sabio
Diógenes desnudo, solitario y con un tonel por vivienda padecería de algún modo
ante una calamidad, si bien en su caso las probabilidades se reducen. No está
en nuestras manos evitar tales desgracias, pero sí podemos aprender a
asumirlas, a incorporarlas a nuestra experiencia vital. Las religiones prometen
ayuda en este sentido, pero no es necesario ser creyente para vivir feliz:
basta con ser filósofo; es decir, persona.
Y dejo ya aquí estos apuntes, pues no quiero que se
conviertan en un tratado que luego no lea nadie. Todos tenemos nuestra propia
percepción de algo tan íntimo como la felicidad, y en este caso he querido
compartir la mía. No vienen mal unos remansos de calma, de valorar lo que es realmente
importante, entre tantas batallas que se libran ahí fuera.
7 comentarios:
Estimado Ridao:
Está claro que no es más rico/feliz el que más tiene sino el que menos necesita. La religión del capitalismo nos ha metido entre ceja y ceja disponer de un montón de cosas, la mitad de las cuales corren el riesgo de llegar a no ser utilizadas, y otras forman parte de un ajuar que cumple las funciones de contragolpear al posible qué dirán, y asi sucesivamente nos obcecamos en meter la cabeza por un agujero de diminutas dimensiones con el único fin de esconder la gran cantidad de complejos con los que hemos sido infectados por el consumismo atroz e interesado en que no nos paremos a pensar en lo que resulta realmente importante. Bueno, lo de siempre. A mi, personalmente, me hace muy feliz ser consciente y luchar por no ser un borrego, al menos intentarlo.
Salud, profesor.
Yo reconozco tener un problema serio con el asunto del consumismo. En efecto, cualquiera puede ver al que esto firma con su mismo teléfono móvil (de hace más de diez años), con su mismo frigorífico (de hace más de veinte), con su mismo ordenador (de hace varios), etcétera, etcétera. Con-su-mismo "desatao", como puede verse. Aunque temo que este problema mío, hasta ahora quizá poco frecuente, amenaza con serlo más cada vez. Dios nos coja confesados.
Creo que la felicidad es mayor cuanto mejor nos sintamos con nosotros mismos. El tener la conciencia tranquila, actuar de acuerdo a nuestras creencias y nuestro carácter, ser lo mas coherente posible.
Y luego, en efecto, las circunstancias del entorno. Ojalá viniéramos programados para asumir las desgracias; tengo la sensación de que por muy religioso que sea uno, no hay manera de pasar ciertos tragos.
Pero vuelvo al principio, para mi la base sine qua non de la felicidad es vivir en armonía con nuestra esencia mas profunda. Y he ahí la madre de la Filosofía.
Tu entrada me ha hecho feliz.
Gracias Ridao y vuele un abrazo.
Al respecto, esto es lo que decía Schopenhauer (quien, la verdad, tampoco era precisamente un dechado de felicidad y optimismo):
http://antoniolopezpelaez.com/2011/03/04/arthur-schopenhauer-de-el-arte-de-ser-feliz/
Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, deja claro que la felicidad no tiene en absoluto que ver con sentirse bien. La felicidad consiste única y exclusivamente en obrar bien.
En esas estamos, Clochard, pero qué difícil resulta, A lo peor la crisis nos baja de un patadón del altar consumista. Me conformo con lo básico, pero a estas alturas, ¿qué es lo básico?
Eso mismo, Pedrete, la crisis como antídoto al consumismo. Da miedo, sobre todo porque nuestra felicidad la cotizamos cara, y no veo yo que se envidie mucho a Diógenes.
Totalmente de acuerdo, Mery, no estamos programados, o más bien nos hemos desprogramado. Nuestros antepasados lo estaban más, convivían con la muerte, se les morían los niños y se superaba, ley de vida. Es para reflexionar.
Pues a mí me ha hecho feliz tu comentario, Blimunda, vuelo el abrazo desde aquí, y está atenta que llegará en un momento, con el levante que sopla.
Antonio: lo que dice Schopenhauer no deja de ser cierto, pero es que está partiendo de la base de un estado de no-felicidad, el que desea cada vez más cosas, el que hace de la persecución el objeto de su vida, y no tiene por qué ser así ni mucho menos, ahí está la armonía, o al menos acercarse a ella. En cuanto a lo otro, no pretendo, Zeus me libre, enmendar la plana al moustro de Estagira, pero a veces uno obra bien y no es feliz; en todo caso muchas veces si se obra bien se llega uno a sentir bien, que es el verdadero estado de felicidad: el obrar sería el camino. Por otro parte, si por muy bien que obre uno le acontecen desgracias, una tras otra, difícilmente será feliz. Y por último, ese estado utópico de armonía no consiste en obrar, sino en sentir. Me gustaría que Aristóteles dejara aquí un comentario para aclararnos las cosas, todo es posible...
Abrazos paranormales.
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