Que no me miren, que no me hablen, que no me toquen, que me dejen vivir la vida que he elegido, con quienes yo he elegido.
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Esta mañana, en el sendero de los Molinos, Jaime ha resuelto el dilema entre lo bueno que está el jamón y la pena que da que maten a esos cerditos tan graciosos que ve por el campo. Dice que se les pueden cortar las piernas y sustituirlas por otras de plástico, y así el cerdo sigue vivo y nosotros comemos jamón tan ricamente.
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Y siguiendo con las anécdotas, Gonzalo quedó muy apenado el día de Año Nuevo al ver que unas velas muy graciosas con forma de angelito habían quedado reducidas a una masa de cera informe. Nada más verlas propuso la solución: bastaría con sacarlas al patio, donde hacía mucho frío, hasta que recuperaran su forma original.
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Es una experiencia curiosa leer cualquier libro de Azorín y a continuación contemplar su retrato. Parece mentira que el dueño de un rostro tan avinagrado pudiera escribir con tal preciosismo, describir con tanta maestría estampas de la naturaleza, de la armonía del hombre, los caminos, los pueblos y los campos españoles.
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Si no se escribe con un mínimo de vocación de permanencia, la obra nunca permanecerá.
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Aunque para lo que hay que permanecer...
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