Comen los trogloditas serpientes, lagartos y otros reptiles semejantes: tienen un idioma a ningún otro parecido, aunque puede decirse que en vez de hablar chillan a manera de murciélagos.Cuando era joven visité el pueblo legendario de los trogloditas. Para llegar a ellos recorrí tres veces la distancia entre la playa y el otro lado del océano; después crucé un desierto y al final, en unas rocas lejanas, divisé unos huecos excavados en la pared de la montaña. Como era de día no había nadie en las bocas de las cuevas, pero yo sabía que estaban dentro, porque oía un murmullo de dientes y gruñidos. Me senté al pie de un tronco muerto y esperé que oscureciera. Antes de la puesta de sol empezaron a salir de sus agujeros. Iban todos desnudos, con el pelo largo, enmarañado, el cuerpo lleno de tierra amarilla, curtido por el sol. No había mujeres ni niños entre ellos, y parecieron no darse cuenta de mi presencia. Me fijé mejor y vi que estaban ciegos: sus ojos eran blancos, y giraban en sus órbitas como si pudieran sentir el viento y el calor que subía de la tierra. Yo me acerqué. Tenía miedo, pero podía más la atracción del secreto primitivo. Al avanzar hacia ellos me abrieron paso con indiferencia. Miraban hacia delante, y permanecían mudos. Algunos se sentaron, y otros comenzaron a moverse en círculo. Les hablé, pero no parecieron oírme. Yo estaba abrumado por tanto silencio, y me sentía como si el Creador acabara de pasar por allí. Entré en sus moradas, y a través de la penumbra pude ver montañas de huesos apilados. Habían conservado la huella de todas las generaciones que les habían precedido. Muchos trogloditas eran comidos por los Garamantes, pero ellos se apareaban con las mujeres Atlantes y después robaban sus hijos. Todo esto lo supe al cabo de los años, porque entonces no entendía su lenguaje. El tiempo que pasé allí me alimenté de lagartos, como ellos, y hube de comerlos crudos, pues nunca vi fuego en sus viviendas. Su dura piel los hacía insensibles al frío de las noches, y el fresco de las cuevas los protegía de los rayos de sol. Yo, sin embargo, padecí de frío y de calor, y como todos los huecos estaban ocupados hube de acomodarme a la entrada de uno de ellos, después de ver que su ocupante me toleraba. Jamás vi un acto de violencia entre los trogloditas; permanecían horas y horas sentados, dentro o fuera de sus cuevas, y a veces emitían unos gritos muy agudos, tanto que apenas podían oírse. Poco a poco me fui acostumbrando a esos sonidos, y al cabo de los meses comencé a comprender su significado. Para entonces yo me había acostumbrado a permanecer también sentado día y noche, y perdí la facultad de dormir. Los trogloditas me contaban por turno la historia de su pueblo, que se perdía en los confines del tiempo. Supe que uno de ellos era su rey, y él podía nombrar a todos sus antecesores, durante horas y horas. Como los huesos no cabían en su cueva habían sido llevados lejos, a una gruta sagrada con una bóveda inmensa. También supe que el pueblo de los trogloditas siempre tiene el mismo número de hombres. Cuando muere uno de ellos roban un niño ya crecido a una mujer atlante, que ha sido previamente fecundada por el muerto. La sangre troglodita es impura, y por eso viven dentro de agujeros y no se dejan ver.
Herodoto: Los nueve libros de la historia, tomo 4.
La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo.
J.L. Borges: El inmortal.
Un día abandoné mi cautiverio voluntario, no sabía cuántos años habían pasado, porque los trogloditas no miden el tiempo. Al cruzarme con el primer viajero huyó despavorido, y así hicieron todos, por lo que aprendí a caminar de noche y ocultarme de día. Poco a poco fui recobrando la noción de mi pasado, y me corté el pelo con una cuchilla oxidada que encontré en el camino. A medida que dejaba el desierto los lagartos comenzaron a escasear, y empecé a comer las hortalizas que encontraba por el campo. Una noche vi una fogata solitaria y su visión me llenó de emoción. Al acercarme vi unos restos de carnero. Los asé y comí como no lo había hecho en muchos años. Crucé tres mares y volví a mi patria una mañana de invierno. La playa estaba solitaria. Yo me tiré al suelo boca abajo y comí la arena mojada, llorando de zozobra. Después caminé a lo largo de la orilla varios meses, y me alejé para siempre del pasado. No volví al país de los trogloditas, pero todas las noches de mi vida he vuelto a pasar frío junto a ellos.
6 comentarios:
Bravo, Ridao, bravo...
Éste es de esos relatos que se leen con glotonería y cara de velocidad.
Abrazos agradecidos
Monsieur Ridao:
Este relato lo cuenta usted una noche fría de invierno, al lado de la lumbre, en su Alájar querido... y todo Dios se jiña de miedo.
Salu2 cavernosos.
¡Gracias a ti, Tato, por el pellizco de motivación!
Dyhego: igual enciendo la chimenea en agosto y lo hago. Una vez leí una novela en que al protagonista le daba por despelotarse en pleno verano y encender la chimenea.
Abrazos nidecoñeros.
Era cómo una comunidad que cerraba los ojos a los cambios, no usaban fuego, ni vestimenta y se alejaban de las mujeres, tan sólo las usaban para reproducirse. Se parecen a mi Ex
¡¡Qué miedo!! Convivir con un Neanderthal...
Simplemente agradable, me gustó... Gracias y le felicito.
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