domingo, 2 de octubre de 2011

Don Cipote (capítulo segundo)


Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso don Cipote

En hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efecto su pensamiento, y así, sin dar parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día (que era uno de los calurosos del mes de julio), se subió sobre Trepidante, y por una puerta falsa salió a la calle con grandísimo contento. Mas apenas se vio en la calle, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa: y fue que le vino a la memoria que no tenía una mísera moneda en los pliegues de sus calzas. Esta contrariedad le hizo titubear en su propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso apropiarse de la hacienda del primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en las crónicas de la política. Yendo, pues, circulando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo, y diciendo: “¡Oh princesa Chuminea, señora de este cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Vive Dios que he de acometer ese famoso Potorro, de donde habré de arrancaros pura y limpia, como la nombrada Virgen del lugar".

Casi todo aquel día viajó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quisiera topar con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo. Al anochecer, su motocarro se detuvo, y mirando si descubría alguna mansión o chalet de lujo donde recogerse, y adonde pudiese remediar su mucha necesidad, vio no lejos del camino por donde iba un castillo de gualdas almenas coronado por un gran corazón púrpura, que fue como si viera una estrella. Estaban a la puerta dos mujeres mozas, de estas que llaman del oficio, las cuales iban a Sevilla con unos moteros, y que a él le parecieron dos hermosas doncellas, o dos graciosas damas, que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. Las damas, como vieron venir un hombre de aquellas trazas, llenas de miedo se iban a entrar; pero don Cipote, coligiendo por su huida su miedo, con gentil talante y voz reposada les dijo: “Non fuyan las vuestras mercedes, pues mi corazón está ya ocupado por la simpar Chuminea, y no han de temer desaguisado a tan altas doncellas, como vuestras presencias demuestran”.

Contemplábanle las mozas mientras mascaban goma, y se miraban la una a la otra con gran regocijo; como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera, que don Cipote vino a correrse (con perdón) y a decirles: “Es mucha sandez la risa que de leve causa procede; pero non vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante, que el mío non es de al que de serviros”. El lenguaje no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero, acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy adelante, si a aquel punto no saliera el castellano, que hacía negocio con las mozas, el cual, viendo aquella figura contrahecha, se lanzó al suelo entre grandes gritos de alborozo, que a un punto estuvo de perder los cojones, tales eran las convulsiones que a su cuerpo acontecían.

Volviese don Cipote a las mozas, y les dijo con mucho donaire:

Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido,
como fuera don Cipote
cuando de su aldea vino;
doncellas curaban dél,
princesas de su pepino.

Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa. “Cualquiera yantaría yo”, respondió don Cipote, porque a lo que entiendo me haría mucho al caso. A dicha acertó a ser lunes aquel día, y no había en todo el lugar sino unas raciones de una legumbre llamada altramuz, que en otras partes llamaban chochito. Pusiéronle la mesa a la puerta del castillo por el fresco, y trájole el huésped una escudilla de chochitos, y un pan tan negro y mugriento como sus ropas. Don Cipote estaba a sus anchas, y con esto daba por bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era verse con la faltriquera vacía, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura sin tener bien cubiertos los riñones.

5 comentarios:

Dyhego dijo...

Maese RIDAO:
Me habedes fecho reir con aquesta crónica tan disparatada como ingeniosa a la triple que real, vive Dios.
Recibid altramuces.

José Miguel Ridao dijo...

Harto me placen vuestros parabienes, señor Dyhego. Vengan esos chochitos, y haya alegría en tanto esté colmado el plato.

Sancho la tiene ancha dijo...

¿Y qué hay de lo mío, viejo? Sácame, aunque sea con camiseta.

Elías dijo...

¡Que el señor asista a Don Cipote!Me barrunto que nada de ventura ha de acontecerle después de dar cumplida cuenta de chochetes y pan negro, a buen seguro menú de algún mago negro.

Don Cipote dijo...

Micer Sancho: no tiene usted arte ni parte en estas mis nuevas aventuras. Tengo oído que será buen escudero un tal Ridao Panza, que ha de acompañarme en mis desvelos, y habré de hacer dél un hombre de una pieza, así tenga que compartir conmigo el lecho de mi señora Chuminea.

En efeto, pintan bastos, amigo Elías, pero ha de de saber que un pirado como yo ha contento en yantar chochitos, como si fueren el más alto manjar que abunda en las mesas de Aznarines y Felipines. Ándeme yo provisto de tales chochos, que habré de tener ventura en mis empresas temerarias.

Queden con Dios vuesas mercedes.