El kebab
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El Döner-Kebab es una elaboración culinaria propia de la cocina turca.
Consiste en una amalgama de carnes mezcladas de ternera, cordero y pollo
ensart...
Hace 13 horas
El cuaderno de José Miguel Ridao
Una nube se está cerniendo sobre nuestras cabezas hace ya varios años. Todo empezó con un charco que fue apareciendo en los hogares en forma de bytes, megabytes y gigabytes, hasta que llegó un momento en que, aupado por las tres w, el charco fue apuntando a los cielos en una especie de ascensión cibernética. Al principio la gente seguía confiando en los embalses de datos acumulados en discos duros, pen drives y DVDs, pero poco a poco fue descubriendo las ventajas de esa nube incipiente que cubría con su manto protector nuestras andanzas por los ordenadores del país. Más recientemente hemos logrado que la nube nos persiga, como en aquellas imágenes entrañables de la Pantera Rosa, y gracias a nuestros flamantes smartphones conseguimos hacer que llueva con un simple toque digital, inundándonos de datos, fotografías y programas que se han instalado en las alturas para liberar de espacio a nuestros dispositivos informáticos. La cosa ha ido a más, y hoy se alojan en la ubicua nube nuestros datos bancarios, incluidas las cifras que componen el saldo de nuestras cuentas corrientes, inversiones en bolsa, nóminas, recibos, préstamos y operaciones con las tarjetas de crédito. Los bancos han dejado de enviarnos recibos en papel, movidos por una sospechosa fiebre ecológica, y nos conectamos a la nube para realizar transferencias, comprobar saldos, abrir depósitos y autorizar operaciones. Nuestros ahorros están custodiados por una forma vaporosa, invisible, hecha de códigos binarios que podrían desaparecer en cualquier momento, porque... ¿qué sucedería si de repente la nube sufriera un apagón irreversible? ¿Dónde quedarían nuestros dineros, nuestras claves de Internet, nuestras fotografías y nuestros escritos destilados pacientemente en blogs como éste? Si la nube lloviera de forma torrencial el suelo quedaría inundado de impulsos electrónicos que se disolverían como azucarillos sin dejar huella. Nuestras hipotecas quedarían canceladas por falta de evidencia -¡bien!-, lo mismo que nuestros ahorros -¡glup!-. El escaso efectivo que guardáramos en casa sería un tesoro inestimable, el único medio de adquirir lo necesario para vivir. Los sinvergüenzas acaparadores de dinero negro serían los reyes, y los yernos de los reyes. La gente volvería a agarrarse a la tierra, que sólo entiende de nubes blancas y negras hechas de agua. La Economía volvería a ser una ciencia útil y simple, libre del lastre de las finanzas. La gente se dedicaría a producir cosas necesarias para vivir, y no bagatelas superfluas y esclavizadoras. Podríamos aprovechar los conocimientos acumulados durante siglos al servcio del bienestar, y si volviéramos a divisar esa nube nefasta en el horizonte romperíamos a martillazos todo el hardware imprescindible para que su contenido se condense en la tierra. La dejaríamos pasar como una mala pesadilla, perdiéndose en el espacio de los protones imposibles, del que nunca debió salir.

En una época de crisis como la que vivimos se suele olvidar que la principal preocupación del hombre, el fin al que debemos dirigir nuestra vida, es la felicidad. Resulta obvio que la felicidad plena es incompatible con una situación de miseria en la que no se tengan cubiertas las necesidades básicas, pero si contamos con un mínimo de recursos está a nuestro alcance el ser felices. Todos hemos visto a personas que tienen mucho menos dinero que nosotros, que andan por el mundo ligeros de equipaje, y precisamente por eso tienen la ilusión dibujada en el rostro. Se ve muy bien en los niños: más reían y más jugaban los chavales que apenas tenían nada que los hijos de los ricos, siempre seriecitos con sus trajes limpios mirando cómo jugaban los demás. El problema es que ahora todos los niños tienen mucho, y desprecian los juguetes, luego pierden la ilusión, y con ella gran parte de la felicidad. De los adultos ni hablamos: en este mundo de mentira que nos hemos inventado en los últimos años donde comprarse un coche de lujo era tan fácil como conseguir un motocarro en los años 60 no cabe la felicidad, sino el ansia por consumir, por poseer, por ser más que los demás, cosa que nunca se va a lograr totalmente, y en cualquier caso sería una felicidad hueca, postiza, de menor ley que la del humilde campesino que cambiaba su mula por el flamante cachivache de tres ruedas. En este marco sólo tiene oportunidad de realizarse quien cuenta con una cultura amplia, un espíritu cultivado que le permita disfrutar de algo tan sencillo como un buen libro, o la contemplación de un amanecer detrás de las montañas. Para ése no hay crisis, mientras pueda seguir nutriendo su cuerpo, que del alma ya se encarga él. También serán felices los espíritus puros, no contaminados por el materialismo de nuestros días, pero de ésos van quedando pocos, ni siquiera en las zonas rurales.

Qué gran verdad es ésta, tanto en la ruleta como en la economía nacional. La banca juega con ventaja: tiene las cartas trucadas, se asocia con los potentados, a los que quita un buen pellizco de las ganancias que han obtenido con sus negocios, y se ceba con la sufrida clase media, con los pequeños empresarios, con los millones de ciudadanos que necesitan de ella para comprar su vivienda, para financiar su coche o para tomarse unas vacaciones de lujo al reclamo de unos cómodos plazos que basan su comodidad en los muchos años que duran, sin que a nadie se le ocurra mirar eso que llaman TAE, ni saben qué significa.
Este libro es políticamente incorrecto. Absténganse de leerlo aquellas personas que se la cogen con papel de fumar; los/las que son tan gilipollos/as que piensan que van a resolver el problema de la violencia doméstica duplicando el género de todas las palabras sospechosas de ser sexistas; l@s que son aún más gilipoll@s que l@s anterior@s y emplean la arrobita del internés para solucionar sus problemas sexuales; los que llaman a los negros personas de color y a los blancos les llaman blancos, como si pintando de colores a la gente se les tuviera más respeto; en definitiva, no pierdan el tiempo con mis consejos todos aquellos que se creen las cosas que dicen los políticos: no les voy a convencer; lo más que voy a lograr es enfadarles, y para eso siempre hay tiempo.Y para terminar, last but not least, como dicen los ingleses, que son unos pedantes, no como yo, que escribo en el libro palabras como culo y coño, pero también soy bien nacido, y por eso mismo y porque lo siento, quiero agradecer y agradezco a Javier Sánchez Menéndez, presidente de la Fundación Ecoem entre otros menesteres emprendedores y creativos, la confianza que una vez más ha depositado en mí, no en vano es el quinto libro que me publica bajo este sello editorial. Los otros cuatro eran profesionales, pero éste me hace más ilusión, será por el histrión que se esconde detrás de mi rostro serio. ¡Muchas gracias, amigo!

'You think so now,' said Mr. Weller, with the gravity of age, 'but you'll find that as you get vider, you'll get viser. Vidth and visdom, Sammy, alvays grows together.'Grande entre los grandes Dickens, sin lugar a dudas.
'Eso piensas ahora,' dijo Mr. Weller, con la gravedad que le daban sus años, 'pero llegará un momento en que aprendas que cuanto más grande sea tu panza más sabio serás. La gordura y la sabiduría, Sammy, siempre van de la mano.'

El viajero mira andar a las mulas, tirante el aparejo en la cuesta arriba, flojo y como descansado en la cuesta abajo. Las mulas andan moviendo las orejas a compás, haciendo sonar las campanillas de bronce del pretal. Martín llama pretal al collarejo.La crónica del viaje a la Alcarria de Cela data de 1946. Cada vez que leo descripciones de nuestro paisaje físico y humano de esta época, hasta los años 50 del siglo pasado, me entra añoranza de un tiempo que no he vivido sino en sus últimos suspiros. Un tiempo en que las máquinas no habían cambiado en nada la vida del hombre sencillo, que seguía arando la tierra con la ayuda de mulas y bueyes, compañeros inseparables durante milenios. Un tiempo en que la única manera de transportar mercancías era el empleo de carros de largas lanzas que circulaban a paso de tortuga por caminos polvorientos. Una vida en que las noticias llegaban con retraso de días, o incluso de meses, el tiempo que tardaban en cruzar el océano. Una vida rutinaria y monótona para la mayor parte del pueblo, que seguía aferrado a la tierra. La principal ocupación de las mujeres era lavar la ropa en la fuente o en el río, y así se les iban las horas, entre bromas y sudores, cuidando a los hijos, y al llegar a casa debían disponerlo todo para el marido que llegaba del campo con sus pantalones de pana y su camisa blanca abotonada hasta el cuello, oliendo a sudor honesto. Una vida que ninguno querríamos ahora para nosotros, acostumbrados al golpe antológico que ha dado el progreso a nuestros menesteres, rompiendo en unos años decenas de siglos de tradición, sufrimiento, miseria y pureza. Sobre todo, pureza.
—Esta se llama Catalana; el delantero se llama Pantalón.
Por Valdenoches, los picapedreros parten la piedra. Están negros como tizones y llevan un pañuelo debajo de la gorra para empapar el sudor. Trabajan despacio, rendidamente, y se defienden los ojos con un cuadradito de tela metálica, atado con unas cintas a la nuca.
Camilo José Cela: Viaje a la Alcarria
