Tortilla de ajos
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*Hijo del hombre (1964). René Magritte*
La tortilla de ajos tiernos estimula los sueños nocturnos. Esta magnífica y
civilizada elaboración culinaria a...
Hace 15 horas
El cuaderno de José Miguel Ridao

Conste que no hago esta entrada para ridiculizar a nadie. Se trata de un examen de 1º de Bachillerato (antiguo 3º de BUP). En una palabra de tres letras (así) cuatro faltas de ortografía: la hache, la ce, la tilde y la ene. Y la Junta de Andalucía poniéndose medallas, regalando portátiles a razón de 44 millones de euros anuales con la que está cayendo, cuando lo que estos niños necesitan es el manual de ortografía de fondo blanco con la pluma, una cartilla de caligrafía y dos horas de deberes al día, y si no los hacen un cero patatero, y los padres les castigan sin salir el fin de semana.


Estuve viendo anoche la película Mucho ruido y pocas nueces, adaptación de la comedia de Shakespeare. Una de las ventajas de estas adaptaciones cinematográficas es que permiten poner notas musicales a las canciones que Shakespeare suele introducir en sus obras. En este caso Patrick Doyle compuso una partitura bellísima para la canción Sigh no more, que interpreta Balthasar.
Van ya catorce meses desde que soy dueño de esa maravilla llamada reader o lector de libros electrónicos, a la que he bautizado como ridáider por aquello de hacer más cercano un nombre tan feo. Lo que al principio me parecía un gran avance hoy me resulta indispensable, hasta el punto de que prácticamente sólo leo en este soporte. En primer lugar, quiero dejar claro que no se trata más que de eso, un soporte que nos permite disfrutar de una obra literaria: esto es algo obvio, pero hay muchos lectores que parecen tener alergia al libro electrónico, e incluso se niegan a leer libros de este tipo aunque sean inencontrables en papel.

Cuando en el año 1995 los países de la Unión Europea acordaron la creación de una moneda única, en España hubo prácticamente unanimidad en sumarse a la iniciativa. Entre los requisitos que se impusieron para cumplir el 1 de enero de 1999, destacaban un déficit público en torno al 3% del PIB y una deuda pública que no rebasara el 60%. Nuestro país estaba muy lejos de estos parámetros, pero el gobierno se aplicó a la tarea y consiguió alcanzarlos, con lo que nos encontramos con una situación financiera saneada que duró hasta los inicios de la actual crisis, algo que debemos indirectamente a la implantación de la moneda única. A partir de ahí surgió un debate sobre sus ventajas e inconvenientes: la población protestó de inmediato contra una posible inflación encubierta que no reflejaba el IPC, el llamado "timo del euro" que hizo que, por ejemplo, se redondeara una moneda de cien pesetas con una de un euro, lo que supone una subida del 66%. Al margen de esta circunstancia, en el ámbito de la política económica la consecuencia más preocupante de la implantación de la moneda única fue la pérdida de la soberanía en materia de política monetaria, que pasó al Banco Central Europeo. Ahí precisamente es donde se nota la repercusión que tiene la moneda única en una situación de crisis profunda como la que nos aflige. En la época de las vacas gordas, la fortaleza del euro propició la atracción de capitales de los países más desarrollados a otros de la periferia como es el caso de España, lo que originó un desarrollo vertiginoso de nuestra economía, muy por encima de la media comunitaria. Esta inversión, lejos de concentrarse en el tejido productivo del país, se dirigió al segmento que presentaba una mayor rentabilidad a corto plazo, que es la vivienda, y el resto de la historia es bien conocida: la inflación desmesurada en este sector provocó una burbuja inmobiliaria que al estallar nos hizo caer en un pozo más hondo que el de muchos de nuestros socios comunitarios. Esta caída en picado ha originado una pérdida de confianza de los inversores en nuestra economía, con la consiguiente subida de los tipos de interés, que ha disparado la famosa prima de riesgo, haciendo del déficit público y los intereses de la deuda la principal preocupación de nuestra economía, por encima incluso del paro. Por otro lado, el imparable aumento del desempleo, hasta una cifra del 23%, es a la vez causa y consecuencia de esta situación financiera, y tira hacia abajo de la producción nacional, llevándonos de nuevo a la recesión. Se trata de una combinación diabólica difícil de sortear. Hay quien piensa -economistas neokeynesianos- que debemos olvidarnos de las restricciones en el gasto público para volver a aumentarlo como revulsivo de la economía para crear empleo y aumentar la confianza, pero ello, además del discutible efecto beneficioso que podría tener, en caso de no funcionar a corto plazo podría llevarnos a la quiebra, algo ciertamente paradójico en un país que en año 2007 presentaba un superávit del 2% del PIB y una deuda del 36%. Parece, pues, que habíamos hecho los deberes con matrícula de honor, y sin embargo, un año después nos fuimos a un déficit del 11% y una deuda del 55%. ¿Fue este descalabro responsabilidad del gobierno? Seguramente algo de eso hubo, con actuaciones tan desafortunadas e irresponsables como el plan E, pero no hay que desdeñar la inercia perjudicial causada por la moneda única: las inversiones que se realizaron en nuestro país subieron los precios y los salarios, haciendo de España un país menos competitivo. El sector industrial quedó herido de muerte, con la fuga de empresas a otros países, mientras que nuestro gobierno quedaba atado de pies y manos, incapacitado como estaba para usar un arma como la devaluación, efecto colateral de la pérdida de soberanía. A esto debemos añadir el fantasma de la deflación, que en la vivienda es un hecho muy palpable, y esperemos que no se contagie a otros sectores, por el bien del Tesoro Público. Una situación nada halagüeña, por desgracia, en la que creo que el euro ha tenido mucho que ver. Podemos decir que estamos presos de la deuda, una cárcel a la que nos ha llevado Europa. La misma moneda que nos impulsó a unas cuotas de consumo (que no necesariamente de bienestar) inimaginables, es ahora nuestro verdugo, un verdugo del que nos podríamos librar, como parece que es el camino de Grecia, pero nadie sabe a qué coste. Gratis, desde luego, no será.
Últimamente no estoy para muchas tonterías, no sé muy bien por qué, será la crisis, la edad, los niños o yo mismo, qué coño, para qué buscar explicaciones fuera. Pues eso, que aguanto más bien poco, y sobre todo me falta paciencia para escuchar gilipolleces, qué mala suerte, yo con esta alergia y el mundo que se llena de gilipollas, que encima son cada vez más gordos, parece que los ceban. Del amplio abanico de gilipolleces que figuran en el repertorio, lo que más me revienta es la enumeración de méritos, logros, triunfos o condecoraciones de que presumen estos sujetos gilipolleicos, a cuál más patético: que si me he comprado un coche de 60.000 euros, que si me he mudado a un chalet con balaustradas, que si mi empresa me ha pagado un máster en Londres, que si me he comprado el Aifon 4S y le he regalado el Aifon 4G a mi hijo de diez años, que va roneando con él en el colegio de los Legionarios de Cristo, donde es compañero del hijo de Javier Arenas, y mil gilipolleces más que te va soltando la gente a diario, y que te tienes que tragar poniendo tú también cara de gilipollas. Después de mucho cavilar sobre el asunto, he ideado una estratagema que no me libra de escuchar las gilipolleces de rigor, pero al menos deja descolocado al gilipollas de turno. Es algo bien sencillo: Llega alguien, me suelta la acostumbrada gilipollez, y yo le digo: "¿Y eso, cuántos puntos da?" Un poné: se me acerca el típico gilipollas soltero que se las da de ligón y todo el mundo sabe que se come lo que se comió el pastor, y me dice: "¿Sabes? Ayer por la noche conocí a un pivón de bandera, nos tomamos unas copas, fuimos a mi casa, y... ¡no te cuento más!" Yo le respondo, muy serio: "Y eso, ¿cuántos puntos da?". Mano de santo, oiga, lo dejo tirado, y no vuelve a hablarme de sus conquistas en un tiempo. Llega la hora del café, me encuentro a un amigo del colegio que no veo desde hace años, y me viene con éstas: "Hombre, José Miguel, cuánto tiempo, ¿a qué te dedicas?" No me deja ni abrir la boca para responder, porque vuelve a tomar la palabra: "Yo, ya ves, estudié económicas con el premio al mejor expediente, hice cuatro másters, entré a trabajar en una consultoría, doce horas al día, pero conseguí ser socio, y ahora trabajo lo mismo pero gano diez veces más..." Yo le corto, antes de que siga, y le digo: "Y eso, ¿cuántos puntos da?". Merece la pena obligarse a dar esa contestación, la carita que se les queda a los pobres gilipollas, y lo contento que vuelve uno a casa, no sé si listo, tonto o gilipollas, pero contento y aliviado.


To the beloved and deplored memory of her who was the inspirer, and in part the author, of all that is best in my writings —the friend and wife whose exalted sense of truth and right was my strongest incitement, and whose approbation was my chief reward—I dedicate this volume. Like all that I have written for many years, it belongs as much to her as to me; but the work as it stands has had, in a very insufficient degree, the inestimable advantage of her revision; some of the most important portions having been reserved for a more careful re-examination, which they are now never destined to receive. Were I but capable of interpreting to the world one-half the great thoughts and noble feelings which are buried in her grave, I should be the medium of a greater benefit to it than is ever likely to arise from anything that I can write, unprompted and unassisted by her all but unrivalled wisdom.Poco más se puede decir de este hombre que amaba la libertad, pero cuya alma noble quedó para siempre encadenada a la de su compañera.
A la bienamada y llorada memoria de aquélla que fue la inspiradora, y en parte autora, de todo lo que pueda haber de bueno en mis escritos -la amiga y esposa cuyo exaltado sentido de la verdad y de la rectitud fue mi mayor motivación, y cuya aprobación fue mi principal recompensa- dedico este volumen. Como todo lo que he escrito durante años, pertenece a ella tanto como a mí; pero la obra ha tenido, si bien en grado insuficiente, la ventaja inestimable de su revisión, habiéndose reservado algunas partes importantes para un examen más a fondo, que ya nunca podrán recibir. Si al menos yo fuera capaz de descubrir para el mundo la mitad de las grandes reflexiones y los nobles sentimientos que están enterrados en su tumba, sacaría de ello más beneficio del que pueda ahora surgir de cualquier cosa que escriba, desasistido y huérfano de su impar sabiduría.
