Hoy por la tarde me he dormido una siesta y, hablando en plata, la he cagado. Lo malo no es que se me cortó el cuerpo, como de costumbre, ni esa desagradable sensación de no saber dónde está uno cuando se despierta. Lo que de verdad me ha hecho renegar de ese descanso vespertino es que me ha chafado el día, con lo contento que estaba. Y es que desde el lunes no paro: me levanto a las siete, llevo a los niños al cole, clases en la universidad, escribir para la editorial, corregir pruebas, recoger a los niños, clases a “los viejos” (aula de mayores), entre medias besos a mi mujer si la veo, que trabaja más que yo, risas con los niños, clases en el instituto en el nocturno, vuelvo a casa a las 11 y están todos dormidos, escribir en mi blog, leer otros blogs, leer mi correo electrónico, responder correos electrónicos, dormir (poco), levantarme a las siete... ¡y vuelta a empezar! Cuando llega el sábado, pensaréis que tengo el merecido descanso. ¡Y un jamón con chorreras! Es la hora de disfrutar a tiempo completo de mis tres criaturitas, que pronto serán cuatro (maravilloso pero agotador), y siempre hay trabajo retrasado en el ordenador, cosa que intento hacer con un niño colgado en cada oreja, y como me sobra el tiempo pues habrá que hacer alguna entradita en el blog (para esto se une el tercero que agarra mi nariz y lanza miradas aviesas al teclado de mi portátil), y en esto estaba cuando.... ¡oh maravilla! va mi mujer y me dice que por qué no me duermo la siesta un ratito, que me ve cansado. Antes de que termine de pronunciar la palabra “cansado” ya estoy en la cama con la puerta del dormitorio cerrada y la almohada enrollada en la cabeza para no oír los gritos del pequeño que no puede soportar el trauma de perderme de vista. Cierro los ojos, y los abro una hora más tarde arrullado por seis ojitos expectantes a cuyos dueños les han dado permiso para venir a despertarme.¿Dónde está el problema, diréis? ¿No es el merecido descanso del guerrero? A fe que es verdad, pero si lo sé no lo hago. El resto del día me estuve arrastrando como alma en pena, no por cansancio, sino por hastío. Tras mucho cavilar he dado con la explicación a tan sorprendente fenómeno: cometí el grave error de parar la rueda, y en ese instante el monstruo de la pereza se coló por debajo de mis sábanas.
Es lo que yo digo, nos quejamos de vicio. ¡Viva la actividad! ¡Vivan los niños! ¡Viva el trabajo! ¡Viva mi amigo Stajanov! Me voy a la cama a las once y diez, todo un record. ¡Ahí os quedáis!
P.S. No quiero que saquéis una impresión falsa de mi vida. Una parte del relato es exagerada: dedico muchísimo tiempo a mi familia y nos queremos todos con locura. Otra es verdad: no sé cómo, pero también hago el resto de cosas que cuento.

















